Diario de un viaje especial, capítulo I

Varsovia, ciudad de contrastes extremos

Los contrastes extremos se notan en cada rincón de esta ciudad, que lucha arquitectónicamente, por mostrarse distinta a esos conceptos que no quiere asumir.

Palacio de la Cultura y la Ciencia Varsovia Foto: Palacio de la Cultura y la Ciencia

Contrastes extremos es el concepto que me lleva a definir rápidamente a esta ciudad, capital de Polonia.

Nuestra llegada se concretó el domingo a la noche. El aeropuerto lleva el nombre de Federico Chopin, uno de los polacos famosos. Pero he aquí que toda su obra y su vida se identifican con Francia. Como Marie Curie, otra polaca famosa.

Verano europeo de este Siglo XXI. Gente que vuela despreocupada, en shorts y remera. Parejas, familias.

Modernísimos centros comerciales repletos de adolescentes sin clases. Enorme oferta de comida natural, pero ellos hacen fila en los locales de comida rápida, igual que los suyos en otros lados del mundo.

Entre esos que llegan y se van hoy, pienso como de distinto fue hace aproximadamente un siglo, cuando el hambre arreciaba y otro Gelblung tuvo que decidir dejar a su padre viudo, con su esposa e hijo (por entonces único, luego el mayor de seis) a cuestas a buscar otros horizontes en América.

Meier y Rifke se fueron a principios de 1920 y para ellos América era un concepto tan amplio en el que Argentina cabía. Allí llegaron, junto a su hijo Froim, transformándose en Mario, Rebeca y Alfredo, respectivamente, jurando nunca más volver a esa tierra dura que sentían que los expulsó.

Los contrastes extremos se notan en cada rincón de esta ciudad, que lucha arquitectónicamente, por mostrarse distinta a esos conceptos que no quiere asumir.

En un siglo, Varsovia fue arrasada por los nazis, reconstruida por los soviéticos y su estilo brutal y duro, de monoblocks iguales, los cuales hoy son copiados con modernismos. Los soviéticos, con Stalin a la cabeza, quisieron dejar ese testimonio con edificios como el Palacio de Cultura, muestra de su dominio regional. Para que los polacos sepan quién mandaba y a quien debían obedecer. Ese es su Kilómetro Cero.

Hoy, esta ciudad se rebela contra Stalin y su odiada memoria, construyendo modernos edificios vidriados, altísimos, autorizándose expresamente a tapar a ese mamotreto que no van a tirar abajo, pero satíricamente tornándolo invisible.

Lo único que permanece intacto en esta ciudad y le es imposible ocultar es la presencia judía.

Hoy esa presencia es indudable en su ausencia.

Vinimos junto a un grupo que incluye rectores de universidades públicas argentinas a estudiar que hizo de este sector del mundo el discurso de odio.

Ese mismo que hoy llama grandiosamente a devolvernos glorias pasadas, que pudieron o no existir, pero que incluyen el desmedro del otro como tal.

Y en esta ciudad, y en este país, pueden verse en cada esquina.

Polonia no puede entenderse sin los judíos. Y la historia judía no puede entenderse sin Polonia.

Aquí hubo 1000 años de historia judía. Con grandezas y crueldades. Con hospitalidad y muerte. Con luces y sombras.

De eso da cuenta el Museo Polin, que en hebreo nos remite a “aquí dormiré”, eventualmente, hasta que llegue un tiempo distinto.

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La avenida principal, Jerosolimskie, remite indudablemente a Jerusalén. Así fue siempre. Bueno, no siempre. Los nazis la llamaron Avenida Adolf Hitler, para luego, con su ocaso, recuperar su nombre original.

Los restos del ghetto que construyeron los nazis para separar a los judíos que llevaban 1000 años aquí para matarlos de deshumanización, hambre, frío, pestes, jinetes del apocalipsis nacionalsocialista alemán, se ven en las calles.

En el piso de cada calle uno puede notar donde está, si dentro o fuera de lo que fue el ghetto.

También uno puede pasar por lo que fue la Plaza de las Deportaciones, de donde los no menos de 6000 elegidos diarios eran trasladados a su destino final en Treblinka.

Los que quedaron en el Ghetto, sabiendo el destino final, se rebelaron contra los nazis, siendo arrasados luego de una revuelta de un mes, desnutridos contra el ejército más destructor de la historia, dando cuenta de un rincón, en la calle Mila, número 18, donde solo un mojón da testimonio de esa revuelta.

No puedo terminar esta crónica de nuestros primeros días, sin contar que esos contrastes hicieron que el Gelblung bisnieto de Mario y nieto de Alfredo que pisó esta tierra en este viaje, visitó junto con el grupo el cementerio judío.

Luego de entrar y levantar la vista circunstancialmente, de casualidad y como si esta ciudad me lo tuviese reservado como bienvenida, me encontré con la tumba de mis tatarabuelos, Estera y Salomón, haciéndome saber que su presencia entonces y la mía hoy, son la única constancia en esta ciudad de contrastes.

En su honor, y en los 1000 años, el grupo me acompañó en un rezo por sus almas. Y las nuestras.

 

Ariel Gelblung es el director del Centro Simon Wiesenthal Para América Latina

 

LT