El 19 de octubre de 2006 fui invitado a participar, supongo que en mi calidad de sobreviviente, de
la mesa redonda “Argentina: cinco años después de la crisis” que organizaba en el
Iberoamerikanisches Institut de Berlín, un grupo de intelectuales alemanes de izquierda. Se
presentaba, además, el número 51 de la revista kultuRRevolution, dirigida por Jürgen Link, dedicado
a la “(post) crisis argentina: símbolos y mitos”.
Al principio no me pareció que mi presencia allí tuviera otro valor que el meramente
decorativo, hasta que mis rudimentos de lengua alemana me permitieron comprender que, en la
perspectiva de los convocantes, los argentinos nos habíamos entregado a una algarabía irresponsable
y habíamos desperdiciado una oportunidad histórica de transformación política y social, lo que
quedaba probado por la gestión presidencial de Néstor Kirchner. Contra todo pronóstico, pedí la
palabra para corregir esa impresión, a mi juicio equivocada, y defendí la delicadísima gestión
gubernamental, que tuvo que sacar al país del precipicio de literal descomposición al que se había
arrojado. Recordé que el Estado nacional había desaparecido (cada provincia emitía su propia
moneda) y que, en esas condiciones, cualquier hipótesis de transformación política y social hubiera
agregado fuego al incendio. Recordé también la iniciativa que por entonces llevó adelante un grupo
de intelectuales (a la cabeza de los cuales estaban Beatriz Sarlo, José Miguel Onaindia y Gabriela
Massuh) para reclamar una reforma constitucional que modificara el sistema de gobierno nacional y
su relación con las provincias, y que, pese a contar con la simpatía de miles de adherentes, no
consiguió prosperar: tantas eran las urgencias con las que había que enfrentarse. Y también recordé
al atónito auditorio el delicadísimo objeto que había que tener en cuenta en el análisis de la
crisis y su resolución, en relación con el cual, creo, no hay graduados de Heidelberg ni Marburg ni
Humboldt que puedan aportar sistema de categorización alguno: la interna peronista.
No me arrepiento de esa intervención seguramente dominada por la melancolía, aunque
seguramente quienes me habían invitado no esperaban de mí semejante insulto a la hospitalidad. Sigo
pensando que la política argentina es un objeto delicado y de difícil comprensión para la mayoría
de sus comentaristas que, en el mejor de los casos (me refiero a los análisis de izquierda), se
apoyan en los restos de dialéctica marxiana y en el análisis clasista, en un país donde lo
territorial (lo estamos comprobando en este año aciago: bisiesto y par) no ha perdido un ápice de
su importancia, y donde la modernidad está extremadamente mal distribuida, precisamente porque la
Constitución Nacional, hoy tan amenazada, si no la impide, tampoco promueve tal distribución.
Tampoco ayuda la interna peronista, que ya una vez nos arrastró a todos a una espiral de
violencia que terminó en genocidio, lo que demuestra la fragilidad del sistema de partidos en un
país en el que, pareciera, sólo uno de ellos es el que ha demostrado ser capaz de gestionar
políticamente nuestros destinos.
Tal vez ha llegado la hora de volver a pedir una reforma constitucional que examine y
resuelva esos obstáculos para la felicidad de los pueblos: el centralismo, el presidencialismo, el
unipartidismo solapado.
Lo que es seguro es que en el enunciado “post crisis argentina”, el prefijo
“post” no debe aparecer ya ni siquiera entre paréntesis, sino tachado: seguimos
navegando las mismas procelosas aguas de 2001.