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La ciudad muerta

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La curva que describe el Paraguay frente a Formosa es pronunciada y obliga a los cargueros a hacer maniobras que duran lo mismo que la siesta. Desde el balcón sigo la peripecia de un portacontenedores que vuelve vacío después de deponer en Asunción su carga china. A mi lado, Lucrecia Martel me explica por qué es tan difícil maniobrar en estos meandros. Le cuento todo lo que sé de barcos, asuntos legales de mis épocas de traductor para abogados maritimistas. Hablamos de navíos por no hablar ya más de Zama, la novela de Antonio Di Benedetto que hemos venido a filmar. Con Lucrecia es fácil porque sabe de todo y es posible empezar una conversación por cualquier parte.

Los ensayos van llenos de ansiedad, lluvia y pantanos. Ante cada dificultad el ánimo no hace más que templarse; el fantasma de Fitzcarraldo anida en el corazón de cada película, así que cuanto más sumergimos los actores vanidosos la rodilla en el pantano, mayor es la ilusión de que las cosas están saliendo hermosas.

La novela es infinita. Creo que la ha estado esperando a Lucrecia –y sólo a ella– durante años. Estoy demasiado metido en mi ropaje del siglo XVIII como para aportar lucidez. Probablemente adaptar Zama al cine sea una muy mala idea; lo es cada vez que una novela suena perfecta en su mundo de palabras sin cosas reales que la entorpezcan. Pero Lucrecia confiesa que el libro la ha envenenado y que ya no le es posible no filmarla. Ante esta declaración, pienso, no puede fallar nada. Acá lo escrito empieza a ser real: el mosquital, la expedición a los mbayá (que son qom disfrazados), la tramposa espada y mi trabuco, las mulas tercas, la yegua paraguaya que me ha tocado y a la que debo subir –por motivos argumentales– con un solo brazo sano… ¿Cómo no fascinarse cuando el mundo de lo innecesario se superpone sobre el otro y lo tapona por completo? Filmar es ganar vida y acá estoy, a punto de filmar.

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Salgo a correr por la costanera anochecida de Formosa. Por enésima vez no hay internet en ningún lado. Filmar es vida, pero precaria, hecha de otra estirpe de ladrillos. Corro como si pudiera alejarme de los televisores que han estado escorchando sin parar sobre acontecimientos remotos en la remotísima Bombonera. ¿A quién le importan? Acá ni dan la temperatura de Formosa sino la de la Capital y enfrente está el bravo Paraguay, con esta curva tremenda, las lucecitas sobre la costanera y yo –que jamás corro más que cuando llego tarde– me alejo de la ciudad remota muerta en el Plata y de sus asuntos simultáneos mientras dure esta ilusión gigantesca.
Encima de todo, he logrado que me paguen.