Que la grieta obnubila no constituye ninguna novedad. Ahora, cuando vemos que esa distorsión impide enfoques mínimamente equilibrados, afectando a periodistas en condiciones de evitarla, podemos coincidir con la escéptica opinión de David Rieff, un ensayista norteamericano muy próximo a la Argentina: “Ahora solo se habla con personas que piensan lo mismo que tú”.
Dirigirse a audiencias que a priori aceptarán complacidas los argumentos que coinciden con su ideología es hacer, además de un negocio, lo que observa Rieff. Convierte el trabajo intelectual en una tautología: no agrega información; incurre, según el diccionario, en una “acumulación reiterativa de un significado ya aportado desde el primer término de una enunciación”.
Este sesgo tuvo plena expresión en el modo que los medios recibieron el discurso presidencial del lunes pasado. Con pocas, aunque valiosas excepciones, el dictamen fue la condena absoluta, si se trataba de medios con audiencia opositora; o de aclamación, sin el más mínimo matiz, si su público era oficialista.
Un cúmulo de afirmaciones cargadas de juicios de valor estructuraron estos enfoques, deduciendo de allí, como la vieja escolástica, conclusiones que no suman conocimiento. Nos centraremos en los medios críticos, cuya premisa es que Alberto Fernández constituye un apéndice de Cristina Kirchner. Asumen la caricatura del Presidente que las redes consagraron como “Albertítere”.
Esa creencia es el eje que organizó la interpretación del discurso, determinando énfasis y omisiones. Lo remarcado fue el cuestionamiento a la Justicia, la oposición y los medios (nada nuevo en el kit oficialista), donde la prensa opositora ve la mano de la vicepresidenta, que habría incluido esos contenidos para mejorar su situación judicial, algo que se está demostrando ineficaz.
A partir de esa selección temática se expusieron argumentos recalentados: el albertismo murió antes de nacer, el Presidente es un mero instrumento para ir por todo, lo dicho está al servicio exclusivo de los intereses de Cristina, la querella que ella promueve contra Macri dificultará el trato con el FMI, etc. Por cierto, esto reaviva en muchos lectores de esos medios otro prejuicio rector: “Somos (o seremos) Venezuela”.
¿Y si las cosas no fueran tan esquemáticas? ¿Y si se incorporaran dimensiones omitidas a la noticia? ¿Y si, con honestidad intelectual, se incluyeran párrafos del discurso presidencial que proponen un acuerdo pluralista? Entonces el enfoque se enriquecería tornándose más equitativo, aunque las audiencias que no toleran el “sin embargo” quedarían desconcertadas comprometiendo la monetización de la grieta.
Para enriquecer el análisis, proponemos considerar otros ángulos e hipótesis, menos explorados. Primero, que existiendo dos coaliciones que reúnen el 90% de los votos, las tensiones al interior de ellas son normales y obligan a discursos sinuosos para preservar la unidad, que es clave. El que por inflexible la quebrara sería el responsable de una segura derrota.
Segundo, que la proximidad de las elecciones politiza los discursos de apertura legislativa, que suelen ser para los oficialismos el primer acto de campaña. En ese contexto, la definición de un enemigo es una de las opciones básicas del menú ofrecido por el marketing político.
Tercero, que es probable que Alberto Fernández no sea una marioneta, como sostiene convencido el periodismo opositor. Indicios muestran que aspiraría a la reelección. Los dejan trascender voceros oficiosos con muy buena información; y el jefe de Gabinete, reflejando a la mesa chica, cree que sería lógico que así fuera, según le respondió a Jorge Fonteve-cchia meses atrás.
Cuarto, que la dinámica de puro antagonismo exhibido por las fracciones radicalizadas del oficialismo y la oposición, produce contenidos previsibles y belicosos. El discurso presidencial no fue ajeno a ese cariz. La política, en consonancia con los medios, se tornó un juego agresivo y tautológico.
Incorporando nuevos factores al análisis se percibe un texto menos homogéneo, lo que permite direccionarlo a diversos públicos. Las invectivas fidelizan a los militantes y acompañan los arrebatos impotentes de Cristina; la elección de Macri como enemigo refuerza la identidad y convoca a los millones de desilusionados con el ex presidente; el llamado al consenso respetando las ideas del otro, busca seducir a los moderados, que decidirán la suerte de Fernández.
Es significativo este último aspecto, en el que trabaja Gustavo Béliz: la idea de una democracia sinfónica, metáfora del pluralismo extraída del teólogo católico Hans Urs von Balthasar. Constituye una sofisticación de la “Argentina unida” del eslógan, sobre la que el Presidente podría basar la reelección, si a su gobierno le fuera bien.
El emblema de ese consenso es el Consejo Económico y Social, que el Presidente homologa a sus ideales. A eso debe sumarse su estudiada identificación con la Justicia: se asimila a un “hombre del Derecho” que quiere reformarla, no arrasarla como su vicepresidenta. Con menos prejuicios, aflora el albertismo.
La distinción de Eliseo Verón entre los destinatarios de la enunciación presidencial muestra hasta qué punto la alocución inaugural es una pieza típica de la comunicación política en lugar de un manifiesto cristinista. El discurso construye al otro “positivo”, oponiéndolo al otro “negativo”. Los militantes y los argentinos de bien somos “nosotros”, los opositores y sus banderilleros son “ellos”.
Nada nuevo, todos los gobiernos hacen más o menos lo mismo. En realidad, la diferencia sustantiva no es retórica sino política. Remite a Cristina y La Cámpora. ¿Por qué? Porque hay una brecha insalvable entre el poder que ostentan y el bajo prestigio social que cosechan. Acumularon capital material, no simbólico. Ocupan áreas claves de la administración, pero la mayoría los repudia.
¿Quién continúa saldando por ahora ese débito? Alberto Fernández, cuya imagen positiva es equivalente a la negativa de la vicepresidenta y su hijo. Si como aquí se conjetura, el Presidente poseyera un proyecto, deberíamos aguardar un choque entre ellos en algún momento. Si el Gobierno ganara las elecciones, tal vez la discusión empiece por quién es el padre (o la madre) de la victoria.
Un anticipo de las visiones en pugna puede encontrarse en el discurso del 1° de marzo, leyéndolo sin preconceptos, aunque eso desilusione un poco a las audiencias cautivas. Acaso sea el mejor modo de evitar un disgusto mayor, si descubrieran que no todo se explica por el poder absoluto de Cristina, como le vendieron sus referentes mediáticos.