El fútbol en la Argentina tiende a ser un organizador de sentidos, cuando no una matriz de sentidos. Y además de eso, eventualmente, por añadidura, un deporte, un juego, un entretenimiento, una distracción. Por eso resulta tan desconcertante que sea precisamente en esta época de la vida política nacional cuando se estableció, para el fútbol, la norma de que los partidos se jueguen sin hinchada visitante (primero en todos los partidos del ascenso, en el Nacional B hasta la caída de River, y hoy por hoy, hasta nuevo aviso, en todos los encuentros que se disputan). Es extraño que semejante medida se verifique justo cuando, en el país, rige como pocas veces la lógica agonística de amigo / enemigo, la premisa de que, el que es, es con otros y contra otros.
¿Cómo entender, entonces, que sea tan luego en el fútbol (¡en el fútbol!, que es la continuación de la guerra por otros medios, y a veces casi por los mismos) donde se intenta implementar la utopía de facto de la abolición total del otro? ¿Una competencia de rival ausente, confrontaciones con un contrario que en los hechos no está más? Rubén Mira ha demostrado, en una admirable fenomenología del gol incluida en el flamante volumen colectivo De pies a cabeza, hasta qué punto la explosión gozosa del grito de gol se completa con la mudez pasmada de la tribuna rival: lo uno con lo otro. De hecho ese grito se dirige, con gestos elocuentes, desde una punta hacia la otra de los estadios, y lanzarlo hacia las gradas desiertas de la popular vacante pone a la euforia a girar sobre sí misma con grave riesgo de sin sentido (por no hablar de las morisquetas de cine mudo de cada gol de un equipo visitante).
Tenemos así, y es una rareza, un país impelido a dirimir en términos de amigo / enemigo cada aspecto de su vida social, mientras en el fútbol, reino cabal de la antinomia exasperada, rige en cambio una descabellada ambición de unanimidad. A menos que se quiera demostrar ni más ni menos que eso, que la lógica amigo / enemigo es inexorable y es irreductible, y se utilice para ello el fútbol, punto nodal del imaginario argentino, como laboratorio y campo de pruebas. El fútbol vendría a demostrar la imposibilidad de ser neutrales. En esos partidos se ponen a la venta una cantidad de entradas destinadas a los espectadores que no son ni de uno ni de otro. Pero lo que con mayor frecuencia se verifica es que se trata de falsos neutrales, es decir de hinchas disfrazados, solapados, disimulados, contenidos.
Claro que el fútbol demostraría también que, aun bajo la lógica peleona de amigo y enemigo, el saber de la amistad es no menos necesario que el ejercicio de la enemistad. Incluso para pelear, hay que saber acordar, pactar, persuadir, hacer alianzas. Es cierto que existe el gesto desafiante del que dice que prescinde de amigos (una bandera de la hinchada de Boca declara: “Nunca hicimos amistades”; y en el canto colectivo se especifica: “amistad hacen los putos”); pero el efecto desafiante se produce justamente porque se presupone que el que designa enemigos precisa, por eso mismo, amigos. No obstante existe un aspecto distinto, y decisivo, que el fútbol viene señalando de manera por demás elocuente: que en el corte tajante nosotros/ellos, bien puede suceder que el enemigo surja de las propias entrañas del nosotros. A nadie escapa que la decisión de suprimir en el fútbol a los hinchas visitantes es anacrónica y, en lo más sustancial, inútil, toda vez que casi todos los hechos de violencia allí registrados desde hace bastante tiempo se produjeron hacia el interior de una misma barra, entre hinchas de un mismo equipo, por brotes de enemistad desde el corazón de lo que se suponía un nosotros.
¿Llegará alguna vez el día en que en un estadio de fútbol se unan por fin todos los argentinos y tiren para el mismo lado, muy juntos en un mismo sentimiento, hermanados por la celeste y blanca? Ese día ya llegó, y ya pasó. Fue el 25 de junio de 1978. “El que no salta es un holandés”: ésa era la consigna del día, proclamada aquí y allá. El que no salta es un holandés, y saltaba todo el mundo. Inclusive, con el alma, aquellos tres muñecos tiesos que desde el palco oficial supervisaban reciamente el evento.