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Beneméritos y batintines

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A Howard Hawks le parecía absurdo que John Wayne les pidiera ayuda a los civiles para combatir a los maleantes. Lo dejó claro en Río Bravo, refutación de A la hora señalada, donde Gary Cooper apelaba a las fuerzas vivas del pueblo. La idea tampoco le gustaba a Borges: “Vos venís con esta denuncia porque te creés un buen ciudadano”, le dicen con sorna al rusito batintín de El indigno. Algo parecido le ocurre al protagonista de La vida está en otra parte, de Kundera, otro aprendiz de delator. Elia Kazan, en cambio, consideraba que era legítimo buchonear si servía para desbaratar a la mafia (en la ficción de Nido de ratas) o al Partido Comunista (en la realidad). En general, la idea de dejarles a los profesionales la lucha contra el delito forma parte de la ideología liberal, republicana o conservadora, mientras que a los partidos autoritarios les gusta la colaboración con las fuerzas del orden, como lo demuestran tantos ejemplos a izquierda y a derecha. Los intelectuales progresistas, en particular, amaban A la hora señalada (y la siguen amando, como se ve en las notas de José Pablo Feinmann, que elige esa película mediocre como su western), les importan poco los Estados policiales si son de su mismo signo y hasta son capaces de autoconvocarse para delatar a comerciantes, como se ve en estos días.

Tropecé con esta cuestión de los delatores mientras me ocupaba de otra, ligeramente emparentada, que es el misterio por el cual la ficción policial argentina es tan raquítica, especialmente en lo que hace a relatos cuyo protagonista es un policía. Pensaba esto leyendo la serie de novelas del español Lorenzo Silva sobre el sargento Bevilacqua y su asistente, Virginia Chamorro, abnegados servidores de la Guardia Civil. Silva es un gran defensor de la Guardia Civil, fue condecorado por dejarla bien parada y hasta escribió una historia del cuerpo, Sereno ante el peligro. Allí intenta demostrar que, pese a algunos vaivenes y a los años del franquismo, la Benemérita (como se la llama) representa la preparación profesional y la neutralidad política que una sociedad moderna requiere de sus fuerzas se seguridad. La apología no es muy convincente ni muy rigurosa, pero las novelas de Bevilacqua son mejores: entretenidas, elaboradas y con dos protagonistas queribles. Bevilacqua y Chamorro son de clase media, civilizados, tolerantes, y canalizan en la Guardia Civil su aspiración a una vida digna aunque sin lujos y a un trabajo que responda a sus aspiraciones intelectuales. Bevilacqua estudió Psicología; Chamorro, Astronomía, pero ambos aspiran a que la tarea policial sea lo que a la gente común se le va negando cada día más. Esa utopía modesta no prendió entre nosotros. Para encontrar una serie de relatos policiales dignos con policías ídem, hay que remitirse a los comisarios Laurenzi y Jiménez, de Rodolfo Walsh, a quien le gustaba ciertamente el género y lo practicaba con honor, hasta que renegó de él en nombre de la literatura comprometida. También hay que agregar que, en los cuentos de Jiménez, la solución de los enigmas no la encuentra el comisario sino Daniel Suárez, álter ego del escritor. El intelectual es el encargado de corregir las desviaciones en el razonamiento del policía. Howard Hawks no hubiera permitido que a Wayne le hicieran eso.