La economía argentina entró en el último año en un proceso complejo, de persistente deterioro. Si bien no hay elementos para pronosticar un colapso como los que vimos en las últimas décadas, esta situación es sumamente inestable y frágil por varios motivos.
La desconfianza generalizada, y la evidencia que en el último año la devaluación fue del doble del rendimiento promedio de los plazos fijos, alimentaron una permanente dolarización de carteras y/o huida de capitales, que promedia un poco menos de US$ 2 mil millones mensuales.
Pero a diferencia de lo sucedido en otras crisis externas, como la del 2001, no es el Banco Central el que financia con sus reservas esta salida de capitales, sino que las divisas provienen de un superávit comercial muy particular. Esto explica porque esa salida de capitales no provoca restricción crediticia, iliquidez en los bancos, ni alzas en las tasas de interés, que eran los complementos inevitables en anteriores procesos de desconfianza entre los inversores.
Efectivamente podemos tener este año un muy fuerte excedente comercial, superior a los US$ 15 mil millones, producido, no por el crecimiento de las exportaciones, sino por un colapso de las importaciones. La recesión mundial impactó negativamente en los precios y en los volúmenes exportados, y nuestras ventas al exterior mostrarán caídas entre el 10 y el 20%. Pero fueron las trabas impuestas a las importaciones, fundamentalmente a nuestros socios del Mercosur las que explican que las importaciones estén cayendo entre el 30 y el 40% con respecto al año anterior.
Esta situación no es fácil de preservarse por varios motivos. Nuestros socios comerciales están reclamando el desbloqueo de las llamadas Licencias de Importación no Automáticas. En algunas industrias comienza a sentirse el desabastecimiento de productos intermedios e insumos importados, lo que agrava una situación de por si complicada por la caída de la demanda interna y externa. A diferencia de la década del 90, el grueso de las importaciones son insumos, productos intermedios, o bienes de capital, y no consumo.
A este equilibrio inestable del sector externo se le suma un deterioro de las cuentas fiscales, y ya no se puede disimular la desaparición del superávit primario, y el surgimiento por primera vez en muchos años de un fuerte déficit fiscal financiero.
Este déficit se está financiando con instrumentos inflacionarios, como son los provenientes de las ganancias contables del Banco Central, la utilización de depósitos públicos del Banco Nación, o la reasignación de fondos de la ANSES. La Argentina, a diferencia de los demás países emergentes, que están volviendo gradualmente al mercado de crédito internacional, sigue aislada financieramente, como consecuencia de no haber resuelto las deudas pendientes, y fundamentalmente ante la incredulidad de las estadísticas oficiales.
Pero esta situación de déficit fiscal financiado con emisión monetaria, que en el pasado hubiera explicado un aumento de la inflación, y nuevos episodios de huida de capitales, es controlada por el contexto recesivo de la economía.
Obviamente, la inflación no baja de un nivel del 15% anual, mientras que el resto de América latina (excepto Venezuela) hoy muestra niveles menores al 5%. Una inflación semejante, en un contexto recesivo, genera tensiones salariales como las que ya estamos observando.
Adicionalmente la industria está en franca recesión, no solo por la caída de los mercados de exportación, sino por el deterioro del consumo interno, y el colapso de la inversión. Obviamente esto se traduce en un aumento del desempleo, que según mediciones privadas ya ha superado el 11,5% en las zonas urbanas, y apunta a superar el 12% a nivel nacional para fines de año.
En muchos casos este desempleo se disimula por suspensiones cuyo costo es subsidiado por el Estado nacional, pero esto no deja de generar una fuerte caída en los ingresos, y según mediciones recientes, el temor a perder el empleo se ha triplicado en los meses recientes.
También desaparecieron las horas extras, que en un país de altos costos laborales, suele ser la forma elegida para cubrir incrementos en la demanda de trabajo. Todo esto se traduce en una fuerte caída del consumo, y un aumento de las tensiones sociales.
Y mientras todo esto ocurre sigue creciendo la pobreza, que según estimaciones privadas ya afecta a casi 13 millones de personas, y sigue creciendo a un ritmo de casi ¡5 mil nuevos pobres por día!
La situación descripta es de deterioro, pero en aparente calma, la que sirve a las genuinas aspiraciones políticas, tanto del oficialismo como de la oposición, de procurar llegar a diciembre del 2011 para introducir los cambios de rumbo necesarios para que la Argentina retome el crecimiento con inclusión social, e inserción internacional. Esto sería lo ideal desde muchos puntos de vista. Pero ¿será posible que los tiempos políticos acompañen a los tiempos económicos? Es una pregunta difícil que plantea otros interrogantes.
¿Hasta cuando podremos financiar la huida de capitales frenando importaciones?
¿Hasta cuando podremos seguir debilitando las cuentas fiscales, sin acceso al financiamiento voluntario, o sin acudir a los organismos internacionales?
¿Hasta cuando podremos mantener el aparato productivo, sin nuevas inversiones, y sin recuperar la confianza, tanto de industriales, como de productores agropecuarios o de prestadores de servicios públicos privatizados, que han sido maltratados en los últimos años?
¿Hasta cuando mantendremos bajo control la puja distributiva entre precios y salarios?
¿Hasta cuando se mantendrá la paz social?
Todo parece indicar que la situación económica es solamente en apariencias estable. Y que no podrán demorarse demasiado la adopción de las medidas que recuperen la confianza entre los inversores, y las ganas de producir más entre los empresarios.
¿Podrán los Kirchner lograrlo? ¿Querrán hacerlo?