Expresarse a favor o en contra de Cristina Kirchner es un hábito nacional. Si escribiéramos un cuento sobre ella no se titularía Queremos tanto a Glenda, como aquel inolvidable relato de Julio Cortázar, sino Hablamos tanto de Cristina.
Pero el fenómeno excede la manifestación de opiniones: para influyentes comunicadores hablar de ella es una profesión rentable, estén de un lado o del otro de la grieta. Públicos intransigentes consumirán mucha publicidad para ver cómo se la demuele o enaltece. Cristina es un negocio floreciente. Una facturación segura cuando el periodismo político languidece.
La centralidad de la viuda de Kirchner no es, sin embargo, casualidad. Sus adherentes tanto como sus detractores reconocen en ella virtudes claves del liderazgo: carisma, capacidad movilizadora, manejo de los tiempos, visión estratégica. Lo cierto es que logró proezas inigualables: fue presidenta por dos períodos y ahora es vicepresidenta, humilló a su principal contrincante, designó al actual presidente, obtuvo la reelección con el mayor porcentaje de votos desde 1983, condiciona la política nacional desde hace trece años.
Hasta allí sus fortalezas. Las debilidades que las compensan son al menos dos. Una, la enorme corrupción que se le imputa; la otra, una forma tóxica de hacer política, basada en el resentimiento y la revancha, que la priva de un atributo inestimable: la capacidad de obtener consenso. La pandemia mostró las notas ausentes en la melodía de Cristina: ni una palabra de solidaridad, ni un mero llamado a la colaboración para superar el drama. Solo encono, jamás amistad.
Esta semblanza tiene el propósito de plantear una pregunta, quizá menos transitada: qué significa una figura de este perfil para el peronismo. Qué ventajas le ofrece, qué inconvenientes le genera. El superávit parece evidente: ella sigue siendo una jefa exitosa, después del golpe táctico que dio para recuperar el poder. Unió al movimiento. Y este una vez en el gobierno se serena, regresa a su estado natural, irradia dominación. Sin embargo, Cristina ya no es una líder indiscutida. Hacia adentro, entre líneas, arrecian las críticas: unió para ganar, divide para gobernar, solo le interesa vengarse y limpiar su legajo.
Indagar en el vínculo de la vicepresidenta con el peronismo conduce a una pregunta casi metafísica: ¿qué es el peronismo? Y más específicamente: ¿cuál es el lazo que establece con sus líderes? El justicialismo despistó siempre a propios y ajenos, a legos y especialistas, por la flexibilidad ideológica de sus jefaturas que lo condujeron del estatismo al privatismo, de la violencia a la reconciliación, del compromiso con el Tercer Mundo a las relaciones carnales con Estados Unidos. Un péndulo eficaz y desconcertante que parece indescifrable.
Sin embargo, la peronología ha ofrecido interesantes explicaciones. Nos referiremos, una vez más, a dos particularmente sagaces: la de Silvia Sigal y Eliseo Verón, que abordan al peronismo como un fenómeno discursivo; y la de Steven Levitsky, que lo analiza como un fenómeno organizacional. Ambos enfoques permiten avanzar en la determinación de la identidad peronista, más allá de sus vaivenes ideológicos. Y quizás también arrojen claridad sobre la relación de Cristina Kirchner con el justicialismo.
Sigal y Verón argumentan que al peronismo hay que descifrarlo como un modo de enunciación, antes que como un conjunto de enunciados o contenidos. La enunciación se refiere a la producción de un discurso político en relación con su marco histórico, configurando no una ideología sino una “dimensión ideológica”, que se redefine según las circunstancias. El enunciado evoca los principios, es estático.
La enunciación, en cambio, modula los contenidos de acuerdo al contexto. ¿Algo estructura esas resignificaciones? Sí, lo que los autores llaman “contratos de creencia”, que Perón y luego sus émulos supieron administrar, manteniendo las fidelidades. Menem y Cristina pensaron distinto, pero en su apogeo garantizaron lo mismo: contener a todos los sectores del PJ, más allá de sus posturas ideológicas.
Levitsky explora otra dimensión, pero esclarece el mismo punto. Afirma que al peronismo no lo define un programa sino un modo particular de organización, constituida por una amplia base informal y poco rutinizada, extendida en el territorio y conformada por diversas agrupaciones, y una cima fluida donde se suceden los liderazgos presidenciales. La relación entre la cima y la base consiste en un trueque simbólico y material que debe perpetuarse para garantizar la legitimidad del jefe. Otra vez: Menem y Cristina fueron opuestos en lo ideológico, pero les aseguraron a sus bases parecidas contraprestaciones.
En este marco esbozaremos una hipótesis: después de la muerte de su creador, el peronismo no pudo sostener la ortodoxia, que solo podía garantizarla Perón vivo porque la ortodoxia era lo que él decidía. Así, el movimiento se condenó a tres “traiciones”: la violencia de los montoneros, el neoliberalismo de Menem y la radicalización de los Kirchner. Los primeros ahora no interesan, su contexto fue muy distinto. Pero los otros dos, sí: ellos desplazaron a Cafiero y a Duhalde, tal vez los ortodoxos que junto con Ítalo Luder (al que desbancó Alfonsín), pretendieron ser la continuidad de la última versión de Perón: el líder herbívoro, democrático, reconciliado con sus adversarios.
En esta historia, conocemos el final trágico de los Montoneros y el ocaso melodramático de Menem. Transgresión efímera la de unos, extensa la del otro. Pero Cristina los superó: muerto su marido, personifica la heterodoxia más duradera, que permanece irresuelta. Constituye una resignificación beligerante del peronismo hasta ahora inamovible aun cuando ya no represente a todo el movimiento.
No lo representa, pero lo enmudece y lo disciplina. Y le permite ocupar otra vez el gobierno, al que llegó a través de una brillante jugada suya.
Mientras el peronismo enfrenta la crisis interna e internacional más compleja de su historia, permanece abierto el proceso sucesorio, que se superpone una vez más con el destino del país. No conocemos el desenlace, en medio de una creciente e indisimulable interna entre duros y moderados. No sabemos tampoco si Alberto Fernández, en el que cifran sus esperanzas los discípulos del último Perón, querrá o podrá lograr lo que hasta hoy fue imposible: doblegar a Cristina, el más tenaz desafío al legado del fundador.