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Combatir la pobreza puede ser un factor de crecimiento

Las estadísticas nos dicen que la economía argentina, o sea el Producto Bruto per cápita, estuvo estancada en las tres últimas décadas del siglo XX.

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Las estadísticas nos dicen que la economía argentina, o sea el Producto Bruto per cápita, estuvo estancada en las tres últimas décadas del siglo XX. Nada más cierto, y nada menos representativo de la realidad. En esos treinta años muy pocos estuvieron “estancados”; una minoría logró incrementar su riqueza en forma espectacular, y una mayoría cayó en la pobreza. Como muestra el gráfico que acompaña la nota, en 1974, cuando todavía no había empezado la era de la volatilidad, la relación entre el 10% más rico y el 10% más pobre, era de ocho veces. Teníamos, junto con Uruguay y Costa Rica, una de las sociedades más igualitarias del continente, con niveles casi europeos.
Desde entonces, gobiernos de distintas afinidades políticas empezaron a aplicar políticas que procuraban estabilizar las finanzas, que se caracterizaron por fijar el tipo de cambio y elevar las tasas de interés. Estas políticas generaban una lógica euforia por un tiempo, pero al no solucionarse los problemas de fondo, más tarde o más temprano terminaban en colapsos fiscales, bancarios y externos, y consecuentemente nuevas maxi devaluaciones. En esos treinta años la Argentina tuvo siete caídas del PBI superiores al 3%. Y estuvo en recesión casi la mitad del tiempo.
La relación entre los deciles extremos pasó de ocho veces a 43 veces al final de la convertibilidad. No sé de ningún otro país de la Tierra que haya tenido semejante deterioro en la distribución del ingreso. Hay muchos que están peor, como por ejemplo Brasil, pero han estado siempre así. En la Argentina tenemos “nuevos pobres”, hijos de clase media que no han logrado mantener el nivel económico de sus padres. Con toda la frustración y la bronca que semejante retroceso significa.
Aún hoy, después de cinco años de crecimiento y ciertos progresos, una tercera parte de la población, y la mitad de los menores de 14 años, viven en hogares pobres. La pobreza sigue siendo nuestro principal problema; el que más nos separa de pertenecer a un mundo más desarrollado. Y nos afecta a todos los argentinos por varias razones, más allá de la injusticia que sentimos. Nuestra seguridad está alterada por la existencia de la difundida delincuencia que aumentó de la mano de la difusión de la pobreza, sin que esto signifique justificarla. Además, nuestra organización democrática está distorsionada por el clientelismo y el populismo. Es una sospecha bien fundada que muchos dirigentes políticos están poco motivados en verdaderamente combatir la pobreza, porque en política las promesas son más redituables que las acciones eficaces. Y esto genera un círculo vicioso entre pobreza, populismo y clientelismo que altera la eficiencia de la democracia.
Y nuestra organización económica está también alterada, y con buenos motivos, por la existencia de tanta pobreza. La lógica económica debe ceder ante las demandas de los que menos tienen, y que se han visto expropiados de sus niveles de vida, y de los derechos que esto implica, en las últimas décadas.
Por todos estos motivos, la “Cruzada contra la pobreza”, como la definió Lavagna en octubre de 2006, debe ser la idea central, no sólo del gobierno que asume el próximo 10 de diciembre, sino de toda la dirigencia intelectual y empresaria de nuestro país. La sociedad, si queremos evitar un quiebre irrecuperable, no debe permitir ninguna medida que no contribuya a solucionar este flagelo. Mucho menos debe solicitar medidas que agraven la situación de pobreza de los más desprotegidos.

Políticas efectivas, no efectistas. Muchas veces se adoptan medidas que parecen orientadas a proteger a los que ganan menos, pero terminan favoreciendo a los que más tienen, y otras son tan ineficaces que sería mucho más barato subsidiar directamente a los beneficiarios que indirectamente actuar sobre los precios de algunos productos.
Por ejemplo, con la actual estructura tarifaria, el millón de familias más rico de nuestro país, que ganan más de $ 6.000 mensuales, se beneficia en un monto equivalente a cinco planes Jefas y Jefes. Los precios del gas natural, al que no acceden los más pobres, son la mitad de los de Bolivia, y seis veces menores que los de Brasil. Para poner un ejemplo personal, yo pago 4,8 centavos el Kw en mi departamento de Palermo, y 23 centavos en el tambo de Open Door: casi cinco veces más.
Las políticas de precios también generaron resultados absurdos. Las prohibiciones de exportar carnes del 2006, y todas las limitaciones que les siguieron hasta la fecha, han logrado un gran éxito: bajar el precio del lomo y de los otros cortes de exportación. Pero el asado, la milanesa y la nalga subieron como compensación. La relación entre los cortes de carne más baratos y los más caros, en nuestro país, es de 2,5 veces; en el resto del mundo, incluyendo Uruguay, es el doble. ¿A quien se beneficia con esta política?
Lo mismo ocurre con los pollos y los lácteos. Si el gobierno repartiera entre los pobres los subsidios que entrega a las empresas industriales que venden al mercado interno productos por debajo de sus precios de mercado, los pobres recibirían casi el doble de beneficios.
Tenemos que implementar un sistema de subsidios a la demanda (es decir, directamente a los beneficiarios) y no a través de la oferta. De lo contrario terminamos vendiendo leche barata, para el gato del millonario. Esto fue ya resuelto en muchos países, y en los Estados Unidos se implementó hace casi 50 años con los Food Stamps. Hoy, con las tarjetas electrónicas y los medios informáticos disponibles, es muchísimo más fácil. De esa manera deja de ser un problema ser productor de bienes de primera necesidad, y se podría generar incentivos para la producción de carnes, lácteos, panificados, etc., que hoy sufren por la imposición de controles de precios que logran los efectos inversos. O que le cuestan al fisco inmensas sumas, que estarían mejor destinadas de otra forma.
Los subsidios por la estructura tarifaria, y por los controles de precios, hoy llegan a casi $ 20.000 millones. Si se pudieran corregir algunos precios y tarifas, siempre protegiendo a los más pobres, ayudaríamos a mejorar la situación fiscal, moderaríamos la presión inflacionaria, y generaríamos los incentivos para incrementar la inversión en actividades productivas y en infraestructura. Y sobrarían recursos fiscales para invertirlos en un audaz plan de viviendas, que mejore la situación de 2,5 millones de familias. El combate eficaz a la pobreza puede también ser un factor de crecimiento económico.