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Cómo ser un escritor genial

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En algún libro leí que un crítico ruso decía que la literatura se transmite de tíos a sobrinos. Es una teoría que de seguro suscribió en su momento algún refinado escritor local. Creo sin embargo que los legados son más directos. Sé que en su juventud a mi padre lo animaba el deseo de escribir –queda perdido algún atisbo de diario, alguno que otro poema– y que mi temprana decisión de ser escritor, anterior casi a saber leer, se liga con el impulso de tramar un sólido lazo con mi padre. A mi vez, apenas supe que iba en dirección a la palabra escrita, fantaseé con tener un hijo –iba a ser varón, iba a llevar mi nombre-, y, donde yo no, él sí, iba a ser un escritor genial. Yo sacrificaría mi propio destino para la consagración de mi hijo.

Claro que la paternidad reorienta los primeros designios. O tal vez no. Hace un par de noches, mi hija me dio a leer un relato que ya lleva seis páginas.  Fui atento y prudente, mientras desbordaba de temor y de orgullo, y le marqué un par de repeticiones para hacer la figura del autor ejemplar. Al término de la lectura, para no subordinarla “a la palabra del padre”, me limité a decirle que estaba muy bien y que tenía que seguirlo. Creí que lo dicho alcanzaba, pero, apenas escuchó mi respuesta, ella explotó en un llanto de rabia y dolor. ¡Había escrito algo esperando que le dijese lo maravilloso que era y yo se lo calificaba como si se tratara de un puto boletín! ¡Cómo no se me ocurría a mí decirle las bellezas con las que su madre había calificado esa pieza! Ahí volví a ver en estado puro la expectativa con que un autor entrega su libro al mundo, la esperanza del elogio interminable,  la decepción concomitante y siempre repetida. De pronto, en mi hija, vi de nuevo la posición que tuve cuando empecé y que el paso del tiempo, la experiencia y el cinismo me hicieron olvidar. Eso que escribe en uno es un absoluto que no se satisface con nada, y sólo así la obra alcanza su verdad.

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