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¿Construir el relato es hacer el verso?

Cuando Kirchner (Cristina, pero también Néstor) ganó ampliamente las últimas elecciones nacionales, pero las perdió en las grandes ciudades donde se concentra la mayor proporción de clase media del país, desde el oficialismo y sus adherentes se explicó el fenómeno.

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Evolución de la rentabilidad de la cupula empresaria.

Cuando Kirchner (Cristina, pero también Néstor) ganó ampliamente las últimas elecciones nacionales, pero las perdió en las grandes ciudades donde se concentra la mayor proporción de clase media del país, desde el oficialismo y sus adherentes se explicó el fenómeno, y a la vez se protestó contra él, apelando a una vieja frase de cuño peronista: “Son los gorilas”.
Los ‘gorilas’ son personas de clase media con una educación un poco más alta que la de las clases bajas, costumbres burguesas y valores más o menos tradicionales, que tendrían un rechazo de piel, de química, emocional, cultural o metafísico –no interesa la palabra, sino reflejar que siempre es irracional– con la plebe, ‘los de abajo’, no importa el término, sino aclarar que son la gran mayoría, el verdadero pueblo, y por eso odian el populismo.
Esta explicación ‘mediopelista’ (Jauretche hablaba de personas que “construyen un status sobre una ficción” y “tratan de aparentar un status superior al que en realidad tienen”) puede ser aguda, porque un camionero gana más que un bancario y un albañil de la UOCRA cobra más que una secretaria, pero está muy lejos de ser profunda, y mucho menos totalizadora.
Primero, la sociología no clasifica a los grupos solamente por la profundidad de su bolsillos. De lo contrario, no habría status intelectual, artístico o científico, y dependiendo de las épocas religioso, militar o político (alguna retórica populista, al hacer una silvestre simplificación del materialismo y la lucha de clases, tropieza con el mismo error de Marx al pretender reducir la vida a la economía).
Pero aun aceptando sólo la perspectiva económica para juzgar la realidad, la construcción del relato del autotitulado populismo no es consistente. Antes de ingresar en el análisis numérico, una digresión sobre la autotitulación: ‘pueblo’ no son sólo los que menos tienen, sino toda la sociedad (¿cómo puede defender al pueblo quien desprecia a la clase media?), de la misma forma que progresistas también somos todos, porque las diferencias ideológicas no son entre quienes quieren y no quieren el progreso, sino entre quienes creen que se logra de una manera y quienes creen que se consigue de otra. Sería útil no despreciar a los que piensan distinto, porque pueden estar tan bien intencionados como sus oponentes –salvo las excepciones que se dan en todos los sectores–, y sería decente no apropiarse partidariamente, en palabras, de valores que son de todos, ni endilgarles a los adversarios, también en palabras, limitaciones que son de todos.
Vayamos ahora a los números y a la construcción del relato. Cristina Kirchner, al asumir la presidencia del Mercosur el 18 de diciembre pasado en Montevideo, repitió ante los presidentes latinoamericanos su tesis sobre los calamitosos años 90. Dijo: “El Mercosur ha podido sobrevivir a lo que fue la tragedia neoliberal”. Brasil, que representa el 80% del producto bruto del Mercosur, sigue utilizando las mismas políticas económicas de los 90. Lo mismo, fuera del Mercosur, Chile, Perú o Colombia. Lo que hace suponer que para ellos no fueron trágicas, y como en la Argentina sí hubo una tragedia, eso permite inferir que no se aplicaron las mismas políticas ‘neoliberales’.
Quizá desde el kirchnerismo se utilice el impreciso término ‘neoliberalismo’ como sinónimo de ‘noventismo argentino’ (Convertibilidad: Menem+Alianza), y aceptando esa convención para dejar fuera del análisis a Brasil, Chile, etcétera, vale preguntarse entonces si con el noventismo se dio lo que declama el relato oficial: que las grandes empresas obtenían enormes beneficios en detrimento de la calidad de vida de sus empleados.
El domingo pasado, Horacio Verbitsky, en su habitual columna del diario Página/12, con el objetivo de demostrar que los empresarios se quejan injustificadamente de que los aumentos de sueldos reducen su rentabilidad porque durante el gobierno de Néstor Kirchner la rentabilidad promedio de las 200 mayores empresas en la Argentina fue de 9% sobre sus ventas, mientras que durante los diez años de la Convertibilidad (1991 a 2001) el promedio fue de 3%, publicó el gráfico que se reproduce en esta contratapa, elaborado por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.
Como bien lo ilustra el gráfico, con la devaluación y su consecuente reducción de salarios reales, la rentabilidad de las empresas se triplicó. Por tanto, durante la Convertibilidad, las grandes empresas no obtuvieron enormes beneficios en detrimento de la calidad de vida de sus empleados, sino exactamente lo contrario. La Convertibilidad tenía otros problemas. Por ejemplo, que por su rigidez era incapaz de adaptarse a las recesiones mundiales, como la de 1998-2002, potenciando sus efectos recesivos.
Y una de sus consecuencias fue que la falta de rentabilidad de las empresas generó el desempleo. Pero, casualmente, la Convertibilidad era defendida por la clase media. No por cuestiones de piel, químicas, emocionales, culturales o metafísicas, como podría atribuirse al ‘gorilismo’, sino porque sus sueldos eran mejores.
Hoy, al revés de lo que parece predicar el relato populista –tanto en la Argentina como en Venezuela–, las empresas están mejor y los empleados están peor. Con brutal sinceridad, la semana pasada, el mayor chavista argentino, Luis D’Elía, me dijo “¿Socialismo del siglo XXI? Por ahora, es una frase”. Sí, son palabras, como populismo o progresismo, admirables en su real significado, pero que muchas veces quienes más las usan logran exactamente el efecto contrario. De allí la desconfianza –que nunca es zonza– de la clase media.
No habría que interpretar el voto anti K de la clase media como un deseo de regresar al 1 a 1: ella sabe perfectamente que eso es imposible, e incluso entiende solidariamente que de nada le vale que su sueldo sea de dos mil dólares en lugar de mil, si millones de sus compatriotas están desempleados. Pero no quiere que –encima– le mientan.
Lo mismo vale para las reargentinizaciones de empresas que fueron vendidas a grupos extranjeros en los 90. ¿Es bueno que el 15% de YPF ahora y el 25% después sea de capital argentino, o que el 20% de Aerolíneas y de Aeropuertos 2000 sea del Estado? Puede ser que sí, pero no siempre es mejor para el pueblo, ni un triunfo sobre las empresas: la sola antinomia es un barbarismo económico. Porque si a cambio de esa operación se prorrogan las concesiones de explotación de YFP veinte años más, las de Aeropuertos 2000 hasta el año 2028, y a Aerolíneas se le conceden otras ventajas, en realidad los actuales dueños de empresas saldrán ganando. Destrabar las inversiones es imprescindible para que el país crezca, esta es una de las tantas formas posibles, y puede que no sea la peor. Pero lo que la clase media quiere, quizá con un poco más de posibilidades de discernimiento, es que no le hagan el verso.