Pasaron, como venía diciendo hace un momento, veinte años: anochece. Bueno, tal vez exagero, pasó sólo una semana y no sé si anochece (para mí siempre es de noche). Una semana, digo, de la columnilla del domingo anterior dedicada a Michael Oakeshott y a un artículo incluido en El racionalismo en la política y otros ensayos, llamado La voz de la poesía en el habla de la humanidad. El de Oakeshott es un elogio de la conversación pública, del diálogo como sustancia de la democracia. En ese elogio, sin embargo, registra que la conversación ha sido ganada por dos discursos, el de la ciencia y el de la actividad práctica, es decir, la política. Propone entonces reponer la “voz de la poesía” como modo de volver a incluir la imaginación en el horizonte de debate social. Pero la idea que Oakeshott tiene de la poesía linda con la trivialidad, al colocarla en el centro de una descripción moral antes que estética. No muy lejano de las ideas que varias décadas después va a desarrollar Martha Nussbaum en Justicia poética, para quien “la imaginación literaria es una forma de imaginación pública”, esta tradición supone que la literatura sirve para “que el lector se haga preguntas sobre sí mismo”. Si la conversación pública está atrapada entre la razón científica y la pragmática política, la idea que Oakeshott y Nussbaum tienen de la poesía y la literatura es igualmente reductora. Marcado por su época, para Oakeshott cualquier experiencia radical remite al terror, al nazismo y al Gulag soviético. Esas son las experiencias radicales a las que autores como Oakeshott dedicaron su vida para comprenderlas y erradicarlas. Es entendible. Pero leer literatura cerrado a la experiencia de la otredad radical, obstruido para acceder al efecto perturbador de la poesía en relación con la sociedad e, incluso, con la ética, es la mejor forma de leer la poesía sólo bajo el horizonte de una moralina biempensante. Oakeshott y Nussbaum leen poesía bajo los efectos del miedo a que la literatura y el arte puedan producir efectos sociales subversivos (pero ¿quién puede pensar seriamente que la literatura puede producir efectos subversivos?).
No obstante, aquí no residen todas las limitaciones de Oakeshott. Su conservadurismo hay que buscarlo también en la propia idea de conversación social, de diálogo público como un espacio en el que “los participantes no tratan de informar, persuadir o refutarse recíprocamente”, en el que “pueden diferir sin estar en desacuerdo”, en el que lo importante “no reside en ganar ni en perder, sino en apostar”. Leída rápidamente, la idea de instalar este tipo de utopía conversacional en el centro de la democracia, de volverlos sinónimos, es muy seductora. Pero debajo de ese aparente democratismo, Oakeshott olvida una pregunta anterior: ¿cómo se llega a la conversación? ¿Quiénes están en condición de hablar y quiénes no llegan siquiera a poder expresarse? ¿Qué actores sociales se vuelven “participantes” y cuáles no? En nombre de esa utopía transparente, Oakeshott obtura la pregunta por el poder, por las condiciones materiales de existencia, por la emancipación de las clases subalternas. Antes que defender la conversación en abstracto, la pregunta radical de la filosofía política es la de pensar las condiciones de posibilidad para acceder a una igualdad en el ejercicio de la palabra pública.