Noticias de ayer: en 2015, la Justicia declaró que la reforma de 2006 al Consejo de la Magistratura es inconstitucional, ya que asigna al poder político un peso desproporcionado en el órgano que tiene a su cargo la selección y acusación de jueces. El gobierno de entonces apeló el fallo ante la Corte Suprema.
Varios recordarán las discusiones que rodearon aquella reforma, votada en soledad por el entonces oficialismo para agilizar –decían– el funcionamiento de un órgano elefantiásico. La oposición en su conjunto fustigó el proyecto. Sus líderes afirmaron que el proyecto del kirchnerismo era un escandaloso intento de capturar el Consejo y colonizar así a la Justicia. Motivos no faltaban: la actual composición del Consejo prácticamente garantiza al partido de gobierno cinco consejeros sobre un total de trece, es decir, más de un tercio. Dado que las decisiones más importantes se toman con dos tercios de los votos, en la práctica esto da a cualquier oficialismo un poder de veto sobre las selecciones y acusaciones de magistrados en todo el país. Entre otras cosas, esta “minoría de bloqueo” permite al oficialismo prometer a un magistrado que será protegido contra cualquier intento de destitución. Cada uno tendrá ejemplos en mente.
Por eso, habría sido esperable que el actual gobierno desistiera de la apelación, dejando firme el fallo de la Cámara. Si un litigante está de acuerdo con un fallo, no tiene por qué apelar. Al contrario, la apelación solo retrasaría y pondría en peligro un fallo favorable. De hecho, el año pasado el Gobierno no apeló el fallo que permitía la remoción por decreto de la procuradora, que terminó por renunciar.
No fue lo que sucedió. El Gobierno no solo persistió en la apelación, sino que solicitó en varias oportunidades extender los plazos del proceso. La sorpresa que esto puede causar es, por supuesto, solo teórica. Como suele ocurrir, quienes desde la oposición denuncian la concentración de poder en el partido gobernante se vuelven más complacientes cuando los roles se invierten. Hoy, el Gobierno podría dar una formidable señal de coherencia y respeto por las instituciones si desistiera de la apelación, dejando firme el fallo. Desde ya, esto diluiría su poder en el Consejo, pero garantizaría una composición plural independientemente de quién gobierne.
Sería deseable, por supuesto, que fuera el Congreso quien se ocupara de esto. De hecho, hay en tratamiento proyectos de ley de todos los bloques, incluyendo el del Poder Ejecutivo. Pero, lamentablemente, el tiempo apremia. Los nuevos consejeros, que ya están siendo designados, deben asumir en noviembre, y una vez que lo hagan la composición del Consejo quedará fijada por cuatro años más.
La cuestión es urgente, pero también es importante. Según una encuesta reciente, el Poder Judicial sufre de un rechazo del 82% en la ciudadanía. Cada uno tendrá distintas explicaciones: la falta de recursos humanos, la proverbial ineficiencia en los trámites más básicos, el oportunismo en la velocidad de las causas más sensibles políticamente. Para solucionar cualquiera de estos problemas es esencial tener un Consejo funcionando correctamente, que goce del respeto de la ciudadanía y en el que no predomine ningún sector político. Su importancia exige que el Congreso no discuta un parche en estos meses simplemente para tener rápidamente un Consejo un poco mejor que el de hoy. Se merece una discusión amplia y reflexiva, con espacio para todos quienes quieran hacer escuchar su voz: trabajadores judiciales, asociaciones de interés público, abogados de todo el país.
La coyuntura actual, en la que ningún partido tiene mayoría en el Congreso, tal vez es inmejorable para lograr la mejor ley posible con vocación de permanencia. Con un trámite de unos minutos, el Gobierno puede deshacer la reforma de 2006 y dar tiempo y tranquilidad al Congreso para tratar el tema con la atención que se merece.
*Abogado. Máster y doctorando en Derecho (Universidad de Yale).