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De un Leys a otro

Leys, un bondadoso investigador católico, amante de la navegación y de los libros, podía ser un tanto cáustico.

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| Cedoc

Acaba de reaparecer en castellano la novela René Leys de Victor Segalen, publicada en una colección a cargo de Juan Forn y traducida por Marcelo Cohen. Nunca la había leído y celebro haberlo hecho en estos días: es difícil encontrar un libro tan original, tan divertido, tan estimulante y tan lleno de connotaciones de toda índole. En particular, sobre nuestro eterno desconocimiento de la China. 

Aunque hayamos aprendido a temerla por sus exportaciones de virus y, sobre todo, por sus métodos para combatirlos, seguimos sin conocerla como hace un siglo, cuando cuando se publicó René Leys. Ambientada en Pekin en 1911, tanto el narrador como el autor y el protagonista de René Leys encarnan versiones delirantes de la pasión del sinólogo, de su deseo por entender lo que ocurre puertas adentro de un sistema impenetrable desde tiempos remotos y de una lengua singularmente difícil para el extranjero. 

Permítanme ilustrar esta pasión con tres citas: “La civilización china presenta la irresistible fascinación de lo que es completamente otro y solo lo que es completamente otro puede inspirar el amor más grande, junto con el deseo de conocerlo”. (...) “No hay un antídoto más poderoso contra la tentación del etnocentrismo occidental que el estudio de la civilización china.” (...) “El chino deber ser enseñado en los países occidentales como una disciplina fundamental de las humanidades en la escuela secundaria, en conjunto o como alternativa del latín y del griego”. 

Estos tres pasajes corresponden a un ensayo de Simon Leys, un nombre tan inventado como el de su tocayo René: en realidad se trata de Pierre Ryckmans (1935-2014), escritor y sinólogo belga que decidió usar el apellido de su predecesor cuando publicó en 1971 bajo ese seudónimo El traje nuevo del presidente Mao. Allí, en plena moda maoísta en Europa, Leys dijo lo que nadie se atrevía sobre el Gran Timonel y su siniestra Revolución Cultural. Es que a veces no se sabe lo que ocurre en China. En otras, no se quiere saber. 

Por otra parte, Simon Leys tenía una curiosa opinión de su tocayo. En una carta de 2005 decía lo siguiente. “Cuando elegí usar “Leys” como seudónimo, ningún libro de Segalen había sido reeditado, fue un guiño discreto para una pequeña minoría. Su vuelta triunfal es merecida, pero creo que escribió una novela tan asombrosa que ni él mismo llegó a comprenderla del todo. Como decía Bernanos, uno solo es responsable de lo que le sale mal. Su hija, ayudada por un académico, decidió hacer de él un genio a título póstumo y tuvo éxito en lanzar una industria segaliana que continúa prosperando. No tiene nada de malo, salvo que la desproporción entre el hombre y su estatua puede terminar aplastándolo.” 

Leys, un bondadoso investigador católico, amante de la navegación y de los libros, podía ser un tanto cáustico. En 1983, invitado al famoso programa Apostrophes, coincidió con una tal Maria Antonietta Macciocchi, que había publicado un panegírico sobre Mao. Cuando le preguntaron su opinión sobre el libro Leys contestó: “Los idiotas dicen idioteces del mismo modo que los ciruelos producen ciruelas: es un proceso normal, natural. Lo más benévolo que puede decirse sobre el libro es que es absolutamente estúpido; si la autora no fuera estúpida debería decirse que es una impostora”. Fue la única vez que un invitado al programa terminó vendiendo menos libros que antes de ir.