De los remanentes de un viaje, el sentido olfativo es el más difícil de recuperar, pero es el que sobrevive a lo largo de las décadas y reaparece como déjà vu. El olor del subte londinense, el del kimchi en los restaurantes de Seúl, el perfume del jabón neutro en la piel de los indios del sur, el olor del frío seco y polucionado de Ciudad de México en marzo, el vapor putrefacto de Venecia en un día de verano, periódicamente aparecen en Buenos Aires. Cuando ese olor familiar y extranjero se manifiesta, me siento en estado de gracia y noto que haber viajado de joven equivale a haber vivido varias vidas. Los viajes más tardíos, en mi caso, no dejaron olores, ni escenas indelebles, sino cuadros repetidos de malestar que acompañan y conjugan las mañas del viajero maduro.
Como en una relación amorosa terminada, cuando a veces recuerdo viajes de juventud pienso que debería haber hecho tal cosa en vez de tal otra. Se me figuran repletos de oportunidades perdidas y errores que son irreparables: aunque visite de nuevo una ciudad, la sensación de asombro nunca vuelve a ser la misma que a los veinte. No dejo de preguntarme por qué siempre viajaba solo y tendía a permanecer en lugares extraordinarios haciendo tiempo, como si en realidad cada punto fuera una parada circunstancial para llegar a un lugar mejor: el dulce hogar. Hacer tiempo, sí, ese estado penitente definía la forma de mi aventura hasta que pasados unos días me trasladaba hacia otro lugar más o menos cercano y reiniciaba la misma rutina perezosa, encontrar un hostel, dónde comer, dónde beber, algún museo o ruina para visitar. En el medio, tentativas fallidas de escribir novelas o cuentos que solo lograba plasmar en Buenos Aires, concentrado en la madrugada.
Una de las cosas que lamento no haber hecho mientras viajaba es detenerme a analizar críticamente las sociedades por fuera de las impresiones dictadas por el exotismo y la buena vida. No haberme detenido a observar sobre todo los códigos patriarcales que regían las sociedades, y haber naturalizado de alguna manera el lugar de la mujer –sobre todo en Latinoamérica y Asia–, por viajar empapado de una mirada patriarcal. Recién en Corea del Sur y Japón, el lugar tradicional de la mujer, todavía oprimida por mandatos familiares, me resultó desfasado respecto al desarrollo del país. Recuerdo el efecto que me produjo, en la década del 90, viajar por primera vez a Europa y encontrarme con mujeres poderosas, mujeres que habían atravesado ya revoluciones feministas y gozaban de una libertad intimidante para cualquier mirada acostumbrada a las rutinas patriarcales.
Hoy en día, cuando los lazos de complicidad y los intersticios de impunidad machista se estrechan, vuelven como un déjà vu que no es perfume imágenes de la desigualdad de género: mujeres explotadas, trabajando a destajo con niños colgando de la espalda, hombres con derecho a maltratar física o verbalmente a una mujer en la vía pública sin que nadie se inmute, mujeres agobiadas por la tradición que no salen solas a la calle o según su estado civil deben responder a códigos de vestimenta y peinado. Y sin volver atrás en el tiempo o viajar en el espacio, basta observar los poderes que componen el Estado argentino. Siguen regidos por una lógica machista: un estado fuera de sí, represivo, que reacciona con violencia cuando su ley para pocos no es acatada o compartida.