COLUMNISTAS

El barullo

Tienen que ser dos o tres cosas a la vez, simultáneamente. Nunca algo en sí mismo, de por sí, sino acompañado de, o potenciado por, o para mejorar supuestamente algo que ya sucede y que, aparentemente, no se sostiene solo. Adviértase el curioso y desafinado coro que parece caracterizar la vida cotidiana argentina: ya nada existe sobre y desde sus propios valores y características, sino como parte de una discutible y disciplinante totalidad.

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Tienen que ser dos o tres cosas a la vez, simultáneamente. Nunca algo en sí mismo, de por sí, sino acompañado de, o potenciado por, o para mejorar supuestamente algo que ya sucede y que, aparentemente, no se sostiene solo. Adviértase el curioso y desafinado coro que parece caracterizar la vida cotidiana argentina: ya nada existe sobre y desde sus propios valores y características, sino como parte de una discutible y disciplinante totalidad.
Lo vemos en los medios masivos. Para la radio y la televisión, ya no existen los boletines informativos en sentido estricto, o sea noticieros en que locutores y periodistas comunican, ordenada y concisamente, los hechos destacados del momento, de manera racional.
La voz humana como instrumento central en radio y acompañando o explicando imágenes en TV fue relegada a la condición de mera herramienta de acompañamiento.
Controlados los noticieros por operadores “musicalizadores”, se produce un estropicio infernal de cortinas y efectos que, supuestamente, “ilustran” al oyente o televidente, pobre alma que necesita de andadores emocionales para saber cómo reaccionar. En verdad, esos artilugios nada aportan, pero enervan, exasperan, confunden y oscurecen la comprensión de los fenómenos.
La pasión por las ráfagas de sonido crispante inunda también los resúmenes deportivos, empastando hasta la difusión de los resultados. Números, nombres y contingencias de los marcadores son obliterados por ese ruido tóxico que obliga a locutores y periodistas a emitir desde agudos hirientes, gritando y faltando el respeto al pobre oyente, que no sabe bien por qué le levantan la voz como si fueran noticias tan importantes.
Han retrocedido los periodistas y han avanzado los productores de ruido, munidos ahora de tableros de control equipados con un software sin límites. Ironías, tristezas, exaltaciones, duelos, ridículos, humores: para todo hay una representación sonora que precede, acompaña o sucede a las palabras. Con mesas de control anexadas a computadoras, además, los operadores “entran” hoy al aire cuando quieren, insertando voces conocidas que aparecen en caricaturesco coro, como participando de lo que sucede en el estudio. Conductores reconocidos y de trayectoria acatan en silencio humillante y sin corcovear esta nueva dictadura del aire cada vez que sus comentarios, editoriales o diálogos son invadidos por voces y sonidos grabados.
Se ha conseguido implantar un disparatado Photoshop sonoro, al cabo del cual ya es imposible saber quién, dónde y cuándo habla, porque la tecnología viola minuciosamente todos los códigos de credibilidad.
Nada demasiado diferente de lo que sucede en TV: es como si los “musicalizadores” (meros usuarios de sonidos creados y grabados por otros) funcionaran convencidos de que nada es triste o alegre para oyentes y televidentes por la mera elocuencia de palabras e imágenes, a menos que el receptor sea “ayudado” a entrar en clima. Es el mismo criterio aplicado en los comentarios escritos y letreros que se superponen a la pantalla, la tapan y ensucian, haciendo a menudo imposible seguir de cerca los gestos y detalles de un ser humano, parte del fenómeno imparable de querer superponer todo a la vez “para que se entienda”.
El ruido concomitante en los medios muestra una sociedad aturdida y manipulada por fuertes montañas rusas sonoras que llevan y traen a un oyente y televidente definido como menor de edad, incapaz de entender, razonar y sacar conclusiones por su propia cuenta.
La yuxtaposición de actividades o tareas que se ejemplifica en todo momento en radio y TV se proyecta a otros tramos de la vida cotidiana, como la gastronomía. La noble y reparadora (“restauradora”) ceremonia de comer y beber en sitios públicos es ya tarea ímproba en restaurantes argentinos donde rige la dictadura de los empleados de la barra y sus tremebundas máquinas de sonido.
Así como bares, cafés y confiterías fueron infectados de televisores a los que resulta casi imposible ignorar y anularon la cautivante intimidad que en ellos se respiraba, los sitios gastronómicos han sido apestados por “música” habitualmente encendida por personal muy joven, que la necesita adictivamente para colocarse y trabajar de buen ánimo.
Con excepciones de alto vuelo, como el porteño Tomo I, el mejor restaurante argentino, donde esa eventualidad es inimaginable, en los comederos avanza y prevalece un ruido ambiente que a menudo hace imposible que los comensales puedan escuchar incluso lo que hablan entre ellos.
El ruido es así un comentario elocuente sobre nuestra fragmentación espiritual. En los cines, actividad en inocultable caída, masticadores de pochoclo y abridores de bolsas de celofán han ido haciendo alianza con vituperables habladores por celular. Los he visto, no me lo contaron: gente que habla desde el cine e incluso cuenta lo que está viendo, poseída de una demencial e indomable compulsión por comunicar todo, todo el tiempo, a todo el mundo. Ni hablar del uso de mensajes de texto, que permiten ver una película mientras se le dice a una amiga a qué hora se encuentran y dónde, o preguntar qué le gustaría comer más tarde.
Cultura de la superposición, pues. Nada merece tratamiento singular y seleccionado en una sociedad donde la cacareada diversidad multicultural parece haber engendrado una polifonía caótica y destructora de sentidos.
Nos informamos, nos entretenemos, nos alimentamos y hasta nos movilizamos aceptando y procurando ávidamente un cañoneo simultáneo de sentidos inicialmente diferentes. Todo abreva, al fin, en un galimatías que iguala y aplasta lo que existe, anestesia espiritual que fascina a cantidades cada vez más grandes de argentinos, gozosos de no escuchar ni entender nada.
¿Por qué no probar alternativas? ¿Por qué no imaginar la reconstrucción pacífica de un cierto orden? Se buscan candidatos: radios que informen apaciblemente, sin agredir con sonidos redundantes, canales de TV que muestren y emitan sonidos sin insultar mi capacidad emocional de entender, restaurantes donde se pueda comer y beber gozosamente sin que la mujer a la que acabo de proclamarle mi amor me responda “¿qué dijiste?”, cines donde pueda ver y escuchar un diálogo sin padecer al tipo de al lado triturando palomitas de maíz y sorbiendo gaseosas clamorosamente, con toda impunidad.
No exijo silencio necio, ni regimentación autoritaria, claro. En último análisis, sólo pido que se preserven espacios para la dignidad humana y para respetar la buena norma: una cosa por vez, y despaciosamente, aunque es probable que el ruido constitutivo en que vivimos sea ya inexorable hasta por la propia dinámica enceguecida de los negocios en la que ese barullo más prolifera. No callarse la boca, sino escucharse.