El tiempo apremia. No bien la pareja presidencial se tomó unos días de descanso, las tensiones
acumuladas en las semanas previas a las elecciones transformaron su fuerza en anuncios de medidas.
Todas ellas con un denominador común: previstas y antipáticas. La factura de la victoria llegó sin
anestesia.
La primera fue la de un nuevo aumento a las retenciones para algunos productos de fuerte
impacto en la canasta familiar. La causa se aleja de la mera coyuntura: así como el barril de
petróleo cerraba la semana arriba de los US$ 90, el precio de los commodities alimenticios también
sigue sin techo. Tanto que el presidente de la Federación de Industrias de Alimentación y Bebidas
(FIAB) española, Jorge Jordana, no anduvo con vueltas: “No estamos ante un chaparrón, sino
ante un aviso de tsunami”.
En el caso de un país como la Argentina, exportador neto de alimentos, son buenas noticias
esta preocupación europea. Casi una dulce venganza por las décadas de deterioro constante de los
términos de intercambio. Pero puertas adentro el adversario es uno solo: la inflación. Y al
enemigo, ni justicia.
El turno siguió con los taxis porteños y las prepagas, que avisaron otro tanto, no sin antes
desasnarnos que son un negocio y no una obra social. Esta y no la cotización en el mercado spot de
la papa, la calabaza o el tomate parece ser la corporización del fantasma inflacionario. Tampoco es
descabellado buscarlo detrás del fenomenal incremento en la recaudación impositiva, especialmente
en el IVA (33,1% de octubre 2007 al mismo mes del año pasado).
El crecimiento de las ventas en los negocios “formales” explica parte y el resto
mayores precios nominales en los productos. Otros aumentos sustanciales, como los derechos de
exportación y de importación, están ligados más con el movimiento del comercio exterior. También el
de la seguridad social (+42,7%), fruto de más empleo, de ajustes salariales y de mayor blanqueo. El
activismo en algunos gremios estatales, como los docentes o el mar de fondo con cancelación de
vuelos de Aerolíneas, también terminaría presionando a servicios muy visibibles: educación y
transporte.
Lifting. Viendo lo inevitable, el lifting al IPC toqueteado por Guillermo Moreno está al
caer. Ceremoniosamente se anunció que se dejaría la metodología obsoleta (esa que arrojó un 12 % en
2005) por otra más seria, made in USA, que sólo mida lo que importa y no las menudencias que
oscilan de precio antojadizamente. Es como si un índice que sólo considerara productos que no se
mueven y que, quizá, tampoco importan a la hora de medir el poder adquisitivo real, mágicamente
mejorara los niveles de pobreza, el salario real y deposite al país nuevamente entre los más
estables de mundo.
En los EE.UU., se escuchan algunas de las críticas que por aquí arrecian con el tema medición
de precios. Dicen que no refleja la inflación real. La diferencia es que no se debe a un censor
oficial que los dibuja, sino que la expansión económica de los últimos años modificó patrones de
consumo y son los productos más sofisticados los que más suben por una mayor elasticidad del
ingreso. O sea, cada vez el IPC tradicional representa (allí) a menos bolsillos. Un cambio que,
para que recién empiece, tendrá que esmerarse en demostrar que no es un maquillaje oportunista sino
un avance real.
El consenso entre muchos economistas, en ruedas privadas, es que frenar la inflación será
tanto más difícil como más inercia sigan teniendo las principales variables. Una cosa es
estabilizar una economía que crece al 3% anual y otra al 8%. La venta de autos superaría
cómodamente el récord de 1998 (473.000 unidades), situándose por encima de los 550.000. Claro que
es un mercado sin precios máximos, sin cupos de exportación y rigurosamente vigilado por las mismas
automotrices.
Decimos ventas y no producción, porque allí se jugará el partido de este verano: ¿Podrán las
industrias sostener el ritmo de presión de la demanda con provisión eléctrica que, en el mejor de
los casos se regularizará el otro año? Por si acaso, los equipos electrógenos también viven su
veranito.