COLUMNISTAS

El largo adiós al Impenetrable

Símbolo de la más dolorosa tragedia de la Argentina moderna, genocidio lento, imperceptible y sofisticado, siempre negado por autoridades y empresarios, El Impenetrable está siendo devastado.

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Símbolo de la más dolorosa tragedia de la Argentina moderna, genocidio lento, imperceptible y sofisticado, siempre negado por autoridades y empresarios, El Impenetrable está siendo devastado, y con él también las decenas de miles de personas que lo habitan. El autor de esta crónica, periodista y escritor, que lo conoció y lo recorrió de niño acompañando a su padre, viajante de comercio, ofrece un testimonio del dolor que le causa ver una tierra fabulosa condenada a un presente ominoso y deleznable.

En por lo menos el último medio año, el Chaco empezó a concitar la atención de la prensa y la televisión de todo el mundo. Cámaras y cronistas revolotean por estos lares como moscas, convocados por la desnutrición de miles de aborígenes en la región que hasta ahora se conoció como El Impenetrable, pero que de impenetrable ya no tiene nada. Se trata de un territorio todavía mítico, del que generaciones de chaqueños alguna vez nos sentimos orgullosos: la cerrazón del bosque era no sólo un misterio lleno de historias y posibilidades incluso literarias, sino que –y esto era lo mejor– allí se refugiaban las etnias originarias de esta tierra, que vivían en su hábitat natural, con sus costumbres intactas y cierta supervivencia asegurada. Así fue por décadas. Por siglos.
Hasta que llegó el llamado “progreso”. O la “civilización”. O como quiera el lector llamarlo, reglas de mercado incluidas.
Y empezó la tragedia. Quizás –seguramente– la más terrible y dolorosa tragedia de la Argentina moderna, si es que éste es un país moderno: porque este es un genocidio lento, casi imperceptible, incluso sofisticado, siempre negado por autoridades y empresarios, que está exterminando a decenas de miles de personas en uno de los países más ricos de la Tierra.
A muchísimas personas que vivimos acá, y lo vemos a diario, esto nos llena de indignación pero también de impotencia. Por eso la razón de estas páginas no es tanto hacer una denuncia política –que también lo es– como la necesidad de llamar la atención sobre la que posiblemente sea la cara más dolorosa de la Argentina.


Recuerdos de infancia

Cuando yo era chico, en los años cincuenta, mi papá –viajante de comercio– recorría el Chaco en un incalificable Ford 40, de color negro, cuyos ocho cilindros y ruedas pantaneras eran capaces de vencer todos los obstáculos de aquellos caminos de tierra o de lodo, y así desandaba los guadales tramposos que dominaban las picadas en la selva.
Conocí todo eso de niño. No me lo contaron, lo vi y lo recorrí, cual pequeño copiloto del loco que era mi viejo, que siempre cargaba todo tipo de mercaderías para repartir en almacenes, hoteles, bares y restaurantes, donde siempre era recibido como se recibe a las tías queridas.
Después, ya de grande, recorrí el Chaco más de una vez hasta que en 1995 hice un largo viaje por los caminos secundarios de la provincia y entré al Impenetrable desde puntos poco frecuentados. El producto fue mi novela Imposible equilibrio. Y tengo también escritos varios cuentos y capítulos de novelas en los que narro esos paisajes. Pero no traigo esa experiencia a este texto por regodeo autorreferencial, sino como testimonio del dolor que me causa ver cómo esta tierra fabulosa, rica hasta la exageración (mi padre solía decir que el Chaco era tan rico que si uno plantaba una moneda germinaría un árbol de dinero) ha sido condenada lentamente a un presente ominoso, deleznable, en el que los aborígenes se mueren de la forma más infame, en pleno siglo XXI.
Esa barbaridad –pues no es otra cosa– sólo concita imposibles argumentaciones del poder político y una morbosa curiosidad mediática que aquí casi todos aborrecemos.
Ahora, desde antes de la última campaña electoral provincial (el Chaco renovó autoridades el 16 de septiembre pasado) se conocieron muchas denuncias y testimonios que, obviamente, estaban casi inexorablemente teñidas de intención política. Yo anduve por ahí antes, durante y después de la campaña y lo que vi fue lo mismo: donde hubo quebrachos centenarios y fauna maravillosa, hoy hay campos quemados, suelo arenoso y desértico, y raigones por doquier esperando las topadoras que prepararán esta tierra para el cultivo de soja que hoy impera en nuestro país.


Personas, familias

Haga uno lo que haga, y aunque no sea su objeto la asistencia social, es imposible no impactarse ante lo que ve. Y yo he visto hospitales colmados de pacientes indígenas, amontonados en salas de paredes rotas y sucias, techos con goteras y sin cielo raso, pasillos nauseabundos y pozos negros abiertos y rebalsando.
He visto cocinas de hospital llenas de cucarachas y mujeres embrutecidas por el hambre, cuyos pesos anteriores a la muerte eran de treinta kilos. En los hospitales no hay médicos a la vista e impera un silencio espeso y acusador como el de los familiares que esperan junto a las camas, muchos de ellos tirados en el piso de los pasillos sobre mantas mugrientas, o directamente sobre baldosas.
El 90% de los aborígenes de todo El Impenetrable se atiende en dos o tres hospitales que están en pésimo estado. Con poco personal, condiciones de asepsia deficientes y edificios que sólo parecen aptos para demolición, he visto seres acostados en camas infames, en condiciones definitivamente inhumanas. Como si fueran ex personas, apenas piel sobre huesos, sus cuerpos recuerdan los de esas fotos horrorosas de los campos de concentración nazis.
Ya todo el país ha visto a Rosa Molina, una mujer que murió a los cincuenta años, pesando menos de 30 kilos y cuya imagen recorrió el mundo.
Pero el de Rosa Molina fue sólo un caso. El Impenetrable está lleno de Rosas Molina. En cualquier rancho se ven esos seres que son sólo piel reseca sobre huesos flacos. Uno los ve y parece que sólo esperan la muerte. Que acaso sea su mejor posibilidad. Son cuerpos consumidos por enfermedades como la tuberculosis o el chagas, bocas desdentadas, rodillas nudosas que no parecen capaces de sostener a nadie en pie.
En las comunidades el cuadro no es mejor. En cada rancho uno es recibido por el olor rancio de la miseria. Como en los hospitales, y aunque cada rancho o tapera –aislados unos de otros, a veces ocultos en matorrales achaparrados o bajo algún algarrobo que sobrevivió– el aire es irrespirable. En todos lados las moscas son negras, brillosas, gordas, y los perros, largas familias de perros, son flacos como sus dueños.
Los chicos se acercan, sonrientes y curiosos, en silencio. Es difícl entablar más conversación que la circunstancial. Algunos van a la escuela, o eso que dicen. Otros juegan a cazar pajaritos, que fácil es suponer que han de ser, muchas veces, la comida diaria.
En el rancho de una familia González hay sólo una mujer, flaca hasta el dolor, tres o cuatro chicos que se asoman de la oscuridad del rancho, y una confesión: hace tres días que solamente comen –si eso es comer– una especie de masa fría: harina con agua. Y no se imagine el lector la calidad de esa agua, generalmente de una laguna semiseca –que ellos mismos llaman “el charco”– donde los animales también abrevan.
He visto también familias en estado relativamente digno, como la de un hombre de Fortín Lavalle, de nombre Abraham Sosa, que se me acercó con toda dignidad, se paró delante de su padre y de sus hijos y nietos, y me dijo: “Si nos puede ayudar, señor, tráiganos semillas para plantar y yo rezaré por usted todos los días”.
Quería sólo unos puñados de semillas para plantar maíz, sandías, zapallos. Cuando volví a Resistencia me impactó la cantidad que pude comprar con sólo quince pesos. Se los enviamos al día siguiente con una maestra que viajaba.
Y he visto otra familia, de apellido Fernández (y uno se pregunta quién y en qué momento les puso estos apellidos castizos) en el que un joven de 19 años, Filiberto, me contó que está estudiando el magisterio para ayudar a su gente. Juega al fútbol de vez en cuando y tiene una sonrisa límpida, sana y buena como no suelo encontrar en las ciudades. Le pregunté qué podía hacer por ellos. “Decir la verdad –me respondió mirándome a los ojos–, eso nomás”.


Hitos y responsabilidades

Difícil establecer cuándo empezó exactamente todo esto, pero sin dudas un hito es –como en tantas cosas argentinas– la última dictadura. En 1977-1978 el gobernador militar, un general de apellido Serrano, dio comienzo a lo que muchos llamaron –y muchos se lo creyeron– la Conquista del Impenetrable. Se prometió una ruta asfaltada (la Juana Azurduy) que cruzaría la selva, se fundó un pueblo (Fuerte Esperanza) y se parió un lema mentiroso (“Chaco puede”) detrás del cual se gastaron incontables millones de dólares que nadie supo jamás adónde fueron a parar.
La manipulación y sometimiento de estos pueblos, como se ve, es añeja: los militares primero, pero después, en democracia, civiles de todos los colores como hubo en el Chaco, provincia que fue gobernada históricamente por el peronismo (hasta 1976 y después entre 1983 y 1991); luego entre 1991 y 1995, por un partido afín a la última dictadura militar, Acción Chaqueña, cuyo progenitor fue un coronel de apellido Ruiz Palacios, quien antes fuera viceministro del Interior de Albano Harguindeguy, y desde entonces por una alianza hegemonizada por el radicalismo.
Por eso, aunque moleste a muchos, hay que decir que es indudable que todos tienen, en diversos grados, responsabilidades. Sobran denuncias sobre ventas clandestinas de tierras y lo más grave de todo, lo verdaderamente insólito, es el estado socio-sanitario de muchas comunidades indígenas que carecen de agua, de luz y de asistencia sanitaria.
Por eso cuando se dice que la denuncia de este atropello étnico “se ha politizado”, el argumento es pueril. Este es, obviamente, un conflicto de naturaleza política.
Y cualquiera se da cuenta de que el cuadro de situación actual no es mérito de ningún gobierno en particular de los últimos treinta años, sino de todos ellos.
Mientras tanto, ecocidio y genocidio van a la par. Términos duros, desde luego, que algunas almas bienintencionadas juzgan inapropiados para una democracia. Pero siempre digo lo mismo: vengan y vean. La espantosa realidad en que viven los pueblos originarios del Chaco, y en particular del pueblo Qom (toba), sumada a su vaciamiento sociocultural, es tan innegable como inadmisible.
Y a la vez, escribo esto y sé que algunas personas se ofenderán. Funcionarios, dirigentes rurales, empresarios (algunos muy famosos) acaso se molesten con este texto. No descarto que también algunas buenas almas urbanas se escandalicen por palabras tan tremendas como exterminio o genocidio, pero aquí las palabras nunca son tan tremendas como lo que describen.
A cada rato desfilan ante mis ojos enfermos de tuberculosis, chagas, elefantiasis, lesmaniasis, niños empiojados que sólo han comido harina mojada en agua. La mayoría tiene nombres bíblicos (Abraham, Noé, Josué, María) y la razón es que en El Impenetrable un problema adicional son las sectas religiosas que cambiaron las costumbres de los pueblos originarios. Hoy casi todos los aborígenes dicen ser evangelistas, la mayoría de una llamada Asamblea de Dios, o de una Iglesia Universal, o simplemente ellos se autodesignan “los pentecostales” o “los anglicanos” y así.
No puedo dejar de preguntarme de qué tragedias les hablarán esos pastores, de qué castigos bíblicos se podrá hablar aquí. Y me pregunto también quiénes serán los capaces de pronunciar ciertas palabras.


Cuestiones con la tierra

Cuando se anda por estos parajes, a uno se le seca la boca. En cada ocasión que he visitado a estos desdichados he regresado a la ciudad sintiendo culpa, frustración, rabia. Pero sobre todo frustración, porque uno ya sabe que es inadmisible que haya gente, personas, seres como usted que lee, en estado tan calamitoso, de tan infrahumano abandono.
Este territorio que alguna vez fue hermoso, poblado de quebrachos centenarios, algarrobos y lapachos gigantes, y toda una fauna riquísima y variada, hoy muestra un cuadro que se puede calificar de brutal. Descampados, quemazones de árboles tumbados y raíces emergentes por doquier. Y cuando uno ve, desde el camino, que hay algunos árboles que parecen respetar la naturaleza original, enseguida ve –y uno ya sabe– que cien metros más adentro todo ha sido arrasado. Como si se dejaran cortinas, acaso, para que los ecologistas no vean lo que hay dentro.


Esto es lo que queda del otrora Chaco boscoso. Lo que fue un ambiente natural de flora y fauna maravillosas, ahora son estos campos quemados que algunos quieren disimular.
Estas tierras –entre tres y cuatro millones de hectáreas, por lo menos– se diga lo que se diga han sido “vendidas” con los aborígenes dentro. Son muchos miles de seres humanos que estaban ahí desde siempre, pero sin títulos, sin papeles, sin escrituras. Nunca supieron cómo conseguirlos, ni les pareció importante. En cambio los amigos del poder sí los tienen, y los hacen valer. El resultado es esta devastación: cuando el bosque se tala, las especies animales desaparecen, se extinguen. Los seres humanos también.
Parece mentira que los conflictos por la tierra, que fueron materia de la literatura del realismo social, y de viejas películas de los años cuarenta, tengan vigencia nuevamente en pleno siglo XXI. Filmes inolvidables como Viñas de ira (de John Ford, basada en la novela de John Steinbeck) o entre nosotros Prisioneros de la tierra, de Mario Soffici, e incluso la memorable Las aguas bajan turbias, de Hugo del Carril, no resultan hoy remotas. Los mismos argumentos se viven en este presente argentino en el que son frecuentes los conflictos vinculados con la posesión y propiedad de la tierra.
Hoy sobran las denuncias de que algunos nuevos grandes latifundios están cercando los pozos de agua potable construidos hace décadas, que históricamente abastecieron a los pobladores originarios y de los cuales se abastecían los campesinos para sí y sus animales. Muchos han sido ahora cercados por flamantes, misteriosos “propietarios” que tienden alambrados e impiden así el libre acceso al líquido. Se conocen denuncias de cercamiento de más de 50 pozos.
Con el agresivo desmonte de bosques naturales, muchas comunidades ya no tienen dónde obtener sus plantas medicinales, alimentos naturales ni materiales de construcción. La constante privatización de tierras fiscales que siempre fueron territorio indígena ha sido en las últimas dos décadas, podría decirse, una política consistente. En Formosa, por caso, se ha denunciado la entrega de 40.000 hectáreas de tierras fiscales a una empresa de origen australiano, que el gobierno habría cedido al precio vil de 8 pesos la hectárea. Dicha superficie equivale a un 14% de la tierra que lograron los indígenas tras larguísimos años de lucha e innumerables reclamos.


También existen denuncias del presunto proceder de gerentes de bancos y agentes impositivos que tramarían “aprietes” que derivan luego en remates amañados.
Uno de los principales problemas del campesinado es la tenencia precaria, ya sea de tierras fiscales o privadas. Estos antiguos pobladores es obvio que no tienen escrituras. Y aunque la legislación argentina reconoce el derecho a la propiedad de la tierra cuando se ha ejercido posesión pacífica y continua por más de 20 años, estos ocupantes no han tenido jamás, por generaciones, ni la información ni los medios económicos necesarios para hacer valer esos derechos. Es fácil comprender cómo se gestaron los abusos.
De ahí otra razón para la urgencia en la aprobación de la Ley de Protección del Bosque Nativo que hasta ahora ha sido cajoneada en el Congreso de la Nación. Sería materia de otro artículo, desde luego, pero aquí hay que decir que tanto para la explotación salvaje de las últimas riquezas madereras que nos quedan como para la expansión de sembradíos de soja, ganadería y megaproyectos turísticos, toda “licencia” o “excepción” seguirá creando zonas liberadas para desmontes y desalojos.
Mientras tanto, los bosques en algunas provincias como Salta (Las Yungas) y Chaco (El Impenetrable) están siendo talados día a día, y hora a hora: según Greenpeace cada año se desmontan 250.000 hectáreas de monte nativo, o sea la alucinante cantidad de casi 700 hectáreas por día, principalmente en el Chaco Seco, donde se produce el 70% de la deforestación incitada por la expansión del monocultivo de soja transgénica.


Cuestión de educación

En Miraflores, en Nueva Pompeya, en Fuerte Esperanza, en El Sauzalito –que son algo así como las “ciudades” del Impenetrable– las cosas no varían demasiado. En Fortín Lavalle, Villa Río Bermejito, la zona del llamado Puente La Sirena, y en cuanto paraje uno visite, el cuadro es siempre parecido: aislados ranchos de barro y paja, con familias innumerables, muchos de ellos infestados por picaduras de vinchucas chagásicas.
Cuando se habla con los maestros, uno se da cuenta de que casi todos, aunque no lo dicen, parecen esperar el momento de irse. Están cansados del olvido, de la marginación. Es tanto su desaliento. Un maestro de una escuela del Sauzalito, que prefiere que no lo nombre, me cuenta que “la localidad cuenta con el 90% de aborígenes. Tenemos una biblioteca que no se circunscribe a la escuela sino a casi todas las escuelas de los parajes vecinos. Aquí no hay biblioteca pública, entonces la nuestra es realmente de puertas abiertas. Y aunque adoramos esta profesión, señor, y todos los que trabajan aquí son de fierro, la verdad es que todos sufren y lloran por lo que hacen pero también por lo que no pueden hacer. Esta gente sí que hace patria!”. Pero en esa escuela, como en muchas otras, no hay agua potable. “¡No hay baños, señor! Pero igual damos clases como si nada. Y cuando llevamos agua potable (de lluvia, si llueve, o comprada) la compartimos entre docentes y niños. Agua caliente por supuesto no tenemos. Y ahora una heladera que nos mandaron los bibliotecarios de ABGRA, de Buenos Aires. Es tan triste todo. Y usted no se imagina lo que es esto en días de 50º.” 
Una semana después, cuando recibieron la heladera y unos mapas y unos cuantos libros, volvió a escribirme: “No sé cómo decirle: Perdón y Gracias. No puedo escribirle nada más. A esta altura cada letra que tecleo pesa mucho y me cuesta aun más, así que disculpe, señor, y gracias”

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¿Qué hacer, cómo ayudar?

Son muchas las personas que se movilizan con este tipo de artículos. Son gente que quiere “hacer algo” por los aborígenes chaqueños y sus preguntas más frecuentes son: ¿qué se puede hacer? ¿Con quién hay que hablar? ¿A qué personas confiables contactar en cada comunidad? ¿Cuáles son las necesidades más urgentes? ¿Cómo hacer llegar ropas y alimentos?
La respuesta correcta, en realidad, correspondería al Estado. Pero, en ausencia de una acción concreta de las autoridades a cargo, he aquí algunas respuestas útiles, derivadas de la experiencia personal y sólo a modo de orientación:
u 1. Al Impenetrable se llega vía Resistencia. Desde allí son entre 350 y 500 kilómetros de distancia, la mitad buenos caminos, la otra mitad de tierra y arenilla, muy poceados y, si llueve, intransitables.
u 2. Lo que se puede hacer, estructuralmente, es muy poco. Pero cualquier ayuda humanitaria de personas o grupos puede significar muchísimo si se encuentra el modo de que la asistencia realmente llegue a los verdaderos destinatarios. Debe saberse que lograrlo es un proceso muy lento y requiere, sobre todo, perseverancia. Ayudar a los aborígenes no es mandar cosas al boleo; ni es para impulsivos o culposos de clase. Es duro decirlo, pero es así. No es bueno ayudar una vez y olvidarse del asunto.
u 3. Es necesario contactar primero gente responsable, que reciba y distribuya la ayuda, que necesariamente llegará a través de intermediarios. Allá no hay transportes y es complejísimo hacer llegar las mercaderías. Por eso conviene tener alguien de confianza que reciba los envíos, o los busque en Resistencia u otras ciudades, y luego los distribuya eficazmente. Pero eso es un trabajo, que no se paga. Y los voluntarios, cuando los hay, se cansan rápido. El clientelismo político ha hecho estragos, y lo sigue haciendo.
u 4. Hay organizaciones que se ocupan de distribuir ayudas. Religiosas de todo tipo, fundaciones y grupos de padrinazgos escolares. Mi sugerencia es ser desconfiados, hasta tanto se establezcan lazos sólidos.
u 5. Las necesidades en El Impenetrable son TODAS, pero se sugiere fuertemente a quienes quieran colaborar, que no envíen gente con cosas ni organicen recolecciones de cualquier cosa. Siempre es mejor consultar primero qué se necesita, dónde y para qué.
u 6. Lo que más se necesita es: leche en polvo, harina, polenta, arroz, fideos, yerba, azúcar y aceite. Y en todos los casos, zapatillas. Ropa usada, sólo si se sabe exactamente a qué familia se envía. Medicamentos no, salvo que se tenga un grupo médico que lo avale. Y tampoco recomendamos enviar golosinas: sólo sirven para picar los dientes de chicos que no tienen defensas y acaso jamás en sus vidas verán a un dentista.
u 7. Una pregunta frecuente se refiere a la posibilidad de ayudar a que los aborígenes generen microemprendimientos productivos. Sería ideal, sin dudas, pero en estas comunidades hay enormes problemas de infraestructura: caminos intransitables, carencia de agua potable, clima extremo e inclemente y no se puede garantizar la producción a escala de artesanías ni productos primarios. Además, es dificilísimo penetrar en el mundo aborigen. De ahí que sólo una fuerte decisión política estatal podría –y debería– impulsar microemprendimientos sustentables.