Soy libro desde que alguien escribe, pero no necesariamente escriben los que publican un libro. Me sorprende el valor que algunos me otorgan, como si yo fuese una carta de presentación. Hasta llegan a escribir por mano de otro lo que hubiesen querido decir. Muchos creen que conmigo legitiman sus palabras, como si la verdad pudiera imprimirse tan fácilmente. No es el primer tiempo en que esto ocurre, ya ha pasado en otros que también pretendieron ser los primeros. Sinceramente, ¿qué esperan de mí?
La triada de José Martí no es tan simple como parece: “tener un hijo, plantar un árbol, publicar un libro”. A un hijo hay que amarlo, cuidarlo, a un árbol, regarlo para que crezca… ¿y al libro? No alcanza con venderme; el tiempo es mi alimento, soy libro si leído más de una vez.
Y eso que hace tiempo que existo, soy casi fundamento de la cultura, o al menos me consideran una de sus piezas más antiguas, incluso antes de escrito. Recuerden que comencé siendo oral, tomando forma de poema o frases rítmicas para que la memoria pudiera trasladarme. Pasé de la piedra a la madera, luego a láminas de bambú en China y a tablillas de arcilla en Mesopotamia. Fui libro en seda, escamas, hasta que llegué al papiro. ¡Los primeros rollos!
A veces creo haber nacido gracias a la muerte: colocado en las tumbas, con plegarias y textos sagrados, me llamaron el Libro de los muertos. Todo cambió con Gutenberg, en el siglo XV ingresé en el mercado. Desde entonces, vengo recaudando historias de distintas épocas.
Pero llevo en la memoria de mis páginas, una escena de Don Quijote –vital, infinito–, que me impactó: cuando la bella y joven actriz Altisidora relata su asomo al infierno donde los diablos están jugando una suerte de fulbito acalorado, y en lugar de pelota… ¡patean libros! Debo decir que me dolió… Pero al menos entendí que no todo lo que se publica, vale. Aunque sirva para seguir jugando.