Ahora que estamos a punto de lanzarnos a un abismo de imprevisibles consecuencias, les argentines debemos recordar que la imprevisibilidad no es tanto un déficit como una ganancia, a largo plazo, sobre todo en un mundo dominado cada vez más por las potencias de la predicción (encuestas, proyecciones, cálculos matemáticos) y la burocracia de lo que ya se sabe, de lo que ya se hizo.
La potencia bestial de un código que conocemos con el nombre de algoritmo determina no solo lo que somos sino también lo que podemos y queremos hacer. Un arma de destrucción matemática, como ha sido subrayado recientemente por Cathy O’Neil en un libro imprescindible, Weapons of Math Destruction.
Seamos o no conscientes de ello, los algoritmos dominan nuestra vida cotidiana, pública, sentimental. El algoritmo más célebre es sin dudas el que permitió a Google imponerse en el sector de los motores de búsqueda, constantemente modificado y mejorado para brindar el resultado más aproximado al “deseo” del internauta. Facebook (también conocido como Belial o Samael) utiliza un algoritmo que analiza todos los datos de sus usuarios para ayudarlos a establecer relaciones y contenidos “adecuados a sus intereses”. La campaña de Donald Trump se sirvió de datos de las firmas de mercadotecnia para identificar los lugares con mayor tasa de pelotudos, es decir: electores susceptibles de ser convencidos por los argumentos de un candidato. Olivier Ertzscheid ha advertido: “Cada vez que consultamos Facebook, Google o Twitter, nos exponemos directamente a la influencia y las decisiones que toman por nosotros los algoritmos”.
Un algoritmo es una serie de instrucciones que permiten obtener un resultado. De algún modo, actualizan la utopía performativa sobre cómo hacer cosas con palabras, y ni los expertos escapan al influjo de la ciencia ficción: Dominique Cardon llamó a su libro sobre el tema Con qué sueñan los algoritmos (2015), en la estela de Philip Dick.
El algoritmo termina desarrollando una burbuja cognitiva que le permite al usuario ver el mundo tal como él cree que es.
Por suerte, nos queda una esperanza: los algoritmos (y la inteligencia artificial con ellos asociada) son incapaces de diferenciar la verdad de la mentira. Cuanto más se mienta en internet, tanto más se estará resguardando el resto de subjetividad que uno quiera porque podemos acordar con Deleuze y Guattari en que “se podría decir que un poco de subjetivación nos alejaba de la esclavitud maquínica, pero que mucha nos conduce de nuevo a ella”.
Haber claudicado por pereza a registrarnos en todas partes con la misma dirección electrónica o haber renunciado a la mentira digital tiene como consecuencia un exceso de subjetividad que nos vuelve esclavos ya no de una clase social, una formación ideológica o discursiva, o un Estado autoritario, sino de un mecanismo de subjetivación e individuación, el algoritmo que, fantaseo un poco, había previsto Marx en el Manifiesto comunista cuando señaló que el capitalismo había “sofocado el sagrado embeleso de la ilusión piadosa, del entusiasmo caballeresco, en las aguas heladas del cálculo egoísta”, con una pequeña corrección: el cálculo no es egoísta sino generosísimo, porque se aplica por igual a todes y cada uno de nosotres.
Nuestro futuro supone, en última instancia, una alta cuota de desorden y de monstruosa desclasificación (un salto al vacío). Concebida como una aparición fantasmática o monstruosa, la conciencia y la subjetividad que nos queda se deja llevar (deriva) por ese desorden de la clasificación.
Lo que habitualmente percibimos (en el discurso, en los paisajes, en los movimientos de las masas y de las manadas) son los choques de energía. De ese choque surge una bola de fuego o una columna de luz: en todo caso, algo que nos ilumina, que revela los mecanismos de identificación y distancia que hay entre las diferentes posiciones que todavía permite nuestro espantoso tiempo (y, contra lo que podría suponerse, las permite todas).
Contra esa libertad se levanta el algoritmo, arma de destrucción masiva. Sabelo: cuando el algoritmo te detecte, te buscará para matarte.