“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación.”
Charles Dickens (1812-1870), de su novela “Historia de dos ciudades” (1859).
Lejos de la monotonía de la Superliga nativa, donde los cuatro descensos y el título –salvo una “lavolpeada” de Defensores de Macri que desataría una crisis similar a la del Gobierno con la inflación y el tarifazo– estaban cantados a los diez minutos de empezar, los partidos por la Libertadores suelen ser tensos, imprevisibles. Bastante feos en su estética, sí, pero emocionantes.
Independiente tuvo mala suerte, un árbitro distraído, y perdió de local con la Democracia Corinthiana paulista: ¡Lula Livre! El decano tucumano ganó en la altura de La Paz, y Racing se floreó en Avellaneda contra el Vasco da Gama, 4-0.
Un partido raro que empezó parejito y se rompió al ritmo de Coudet y del excesivo Ulises Mereles, un árbitro paraguayo que parecía empecinado con que Racing anotara de penal antes de que terminara el primer tiempo. Cobró dos, no tan claros, y el bueno de Lisandro tuvo la delicadeza de fallarlos. Por suerte hubo otro que sí fue adentro y lo liberó del síndrome Palermo, tres veces maldito en la Copa América 99 de Asunción, contra Colombia.
Pero si tomamos en cuenta nuestra coyuntura sociopolítica, la página heroica la escribió River en Guayaquil, enfrentando a un club fundado en 1923 con el nombre de la compañía con base en Maine que proveía de luz a la ciudad: Emelec, la Empresa Eléctrica del Ecuador. El americano George Capwell, superintendente y fan del fútbol, fue su primer presidente. El estadio aún lleva su nombre.
Un desafío simbólico contra el sector, mientras en Argentina una multitud marchaba por las calles en protesta por el aumento desmesurado de las tarifas, a la luz de las velas.
Fue un partido mal jugado, y Armani otra vez fue Superman. Para colmo, la insólita transmisión lo empeoró todo, con cámaras que parecían suspendidas en el aire, o colgadas de un cable. Otra analogía. Todo tiene que ver con todo.
River ganó con sudor, el aire en 24, y cortes de energía. Le sacó tres puntos a un antiguo proveedor de luz. Una hazaña; aunque en estos temas, nunca se sabe. En Argentina habrá que revisar bien los números porque, se ve, ya cobran cualquier cosa. Te hacen la boleta, literalmente.
La desesperación de los clubes de barrio, las pymes y las casas de familia, enternecieron a Lily Carry On y a la jibarizada UCR, que ilusionaron con su aparente rechazo al ahogo tarifario. La doctora Naranja, incluso, propuso una Tercera Posición: “Ni la intransigencia del Gobierno, ni la demagogia del PJ”. Por ahí, digamos.
Rápido de reflejos, Mario Quintana, vicejefe de Gabinete, salió con alfileres a pinchar los globos, onda Bilardo: “Nuestros socios políticos siempre han estado al tanto de nuestra política tarifaria”, pegó al mentón. Hubo reunión urgente con Macri y el gobernador mendocino Alfredo Cornejo, presidente del radicalismo, enfrentó a la prensa con bandera blanca y humo en los frenos. “No habrá marcha atrás con los aumentos: los argentinos deberemos consumir menos”, fue su aporte.
La inclaudicable Lily Carry On no logró descuento alguno, pero sí que el aumento al menos sea pagado en cuotas, como pasó con la última suba del mil por ciento, ayer nomás. Pero esta vez, con intereses, y a una tasa “razonable”. Qué delicadeza.
Esta financiación clientelar hará todavía mejores a Edenor, de Marcelo Mindlin, el amigo que le compró la constructora Iecsa a Angelo Calcaterra, el primo presidencial; y a Edesur, de Nicky Caputo, hermano de la vida de Mauricio. Dos empresas que en 2017, cuenta el colega de Página/12 Luis Bruschtein en su columna económica, ganaron 9 mil millones de pesitos: uno por hora. Epa. Al menos, en algún lado, llueve algo.
Los técnicos económicos oficialistas conviven con una duda cruel. ¿Cómo jugar? ¿Con un 4-4-2 gradual a muerte y en cuotas? ¿O con un 3-3-1-3, con presión altísima y ajuste impiadoso, como aconsejan el cruzado Espert, el peluca Milei y Melconian, sin banco y haciendo banco? ¿Por qué la cosa es “gradualismo” o “shock”? Intentaré explicarlo recurriendo a una corriente filosófica injustamente olvidada: el boxeo.
Cuando era un cronista casi adolescente en Siete Días, conocí a don Luis Galtieri, “el Chiquito de Pompeya”, un campeón que peleaba como liviano, mediano y pesado en los años 20, que salía a correr todas las mañanas con un palo, para alejar a los perros que lo perseguían.
El viejo me contó, muy convencido, que en su época el boxeo era más sano y seguro. Le pregunté por qué, sabiendo que los guantes casi no tenían acolchado en los nudillos, y que él peleaba dando enormes ventajas de peso y altura: “Por eso mismo, pibe. Metías una mano o te la comías y chau, era nocaut. No estabas toda la pelea recibiendo en la cabeza, como ahora. Así quedan los pobres boxeadores, medio tarados”.
Esa teoría galtieriana de hace casi un siglo desvela hoy a los estrategas del equipo económico, que buscan el Santo Grial al trotecito, con bastante más que un palo en sus manos.
Una de dos. O usan guantes sin protección y nos noquean con terapia de shock, pese a que la historia dice que este nunca ha sido un pueblo pasivo si le duele un golpe; o usan los gradualistas con espumita de goma, para dejarnos vivos por el momento, y después ven.
Galtieri, un petiso bravo, tuvo más nocauts a favor que en contra, pese a boxear en inferioridad de condiciones. Tenía mucho corazón. Sufría, resistía, peleaba hasta el final.
Es así, compatriotas. Habrá que ser tan bueno y tan valiente como el Chiquito de Pompeya.
Y embocar alguna mano de nocaut, antes que nos duerman para toda la cosecha.