“Cuando hablamos del cambio de algo, no decimos que algo es reemplazado por otra cosa. Decimos: la planta crece. No queremos decir que una planta chica deba ser reemplazada por una más grande. La planta se convierte en otra cosa. Es decir, la idea de la permanencia en lo fugaz.”
Jorge Luis Borges (1899-1986), de su clase El Tiempo, Universidad de Belgrano (1978).
Los muy altos no parecen diseñados para este juego de pie y pelota, sobre todo si son demasiado flacos, con piernas largas y delgadas como mimbres. Hay excepciones, claro. Zlatan Ibrahimovic debe ser de la más notable, con su metro noventa y cinco a pura potencia y virtuosismo. La mayoría de sus colegas trabaja de otra cosa: son faros de área, mariscales del aire, pivotes, chocadores. Mientras conviertan goles cobrarán fortunas y nadie reparará en sus torpezas. Eso sí, algunos audaces como Fabbiani, grandes como un mundo, exhibirán su asombrosa e inútil habilidad en espacios reducidos. Y no se mueven de allí.
Gio Moreno es, como la mayoría de los colombianos, un chico simpático, amable, respetuoso y efectivamente parece tener mucho talento para jugar, más allá de cualquier prejuicio estético. Y digo “parece” porque aún no lo he visto concretar todo lo muy bueno que insinúa, salvo por algún chispazo que, en medio de la oscura caverna platónica que habitamos, encandiló a parte de la cátedra que ya lo coronó con su título nobiliario más preciado. “Es un distinto”, dicen y lo justifican con referencias a la magia, su toque divino, la revelación del último pase, esas cosas. Un jugador así podría vivir para siempre en el Cielo Argentino de los Enganches, el Olimpo de los que más saben. Pero no. El, como tantos otros, apuesta a un destino más profano: Europa. Allí donde llueven los euros, hay que moverse para tocar la bocha y no existen los diez beatificados.
Ese jugador fetiche, nada menos, perdió Racing por culpa del despiadado Barrientos. Una catástrofe. Era Vietnam sin Ho Chi Minh, Bukowski sin alcohol, el existencialismo sin Sartre, ShowMatch sin Tinelli, Cobos sin la 125, Queen sin Mercury, Apocalypse Now sin Brando. The horror.
En el ajedrez, un juego lleno de simbolismos, la victoria llega cuando, por fin, cae el rey. La idea es protegerlo y, a la vez, dañar al monarca enemigo, su espejo perfecto. Sin el rey, entonces, no hay contienda. En el fútbol, donde reina el azar, esa lógica es inaplicable. No hay derrota cuando cae un rey, como Gio cayó. Al contrario. Si el resto de las piezas no se quiebra, hasta puede darse eso de que en cada crisis –lo afirman los economistas con su mejor sonrisa– hay una oportunidad.
Al menos esta vez sí sucedió. ¡Shazam…! Y Racing, sin su conductor, mutó en equipo.
No es el caso de Boca que, ausente Riquelme, se hunde en el desamparo. Eso se nota en la cancha y en las tribunas, donde es incondicionalmente amado. “Usted no está enamorado de mí, Franz; usted está enamorado de su amor por mí”, le dijo alguna vez Milena al torturado Kafka. Mmm… ¿Será amor o narcisismo, muchachos? Porque no es lo mismo, eh. Piénselo, háganme caso.
Pero volvamos a Racing. Extrañamente no se derrumbó. Es más, multiplicó su rendimiento. De la nada y en el peor momento, surgieron variantes impensadas. Algo así pasó –permítanme la comparación– en la decadente Viena de principios del siglo XX, donde se armó un plantel como para dar vuelta al mundo: Wittgenstein en la filosofía, Loof en la arquitectura, Klimt en la pintura, Schoenberg en la música, Freud en el psicoanálisis… En fin. La cosa es que contra Olimpo los tipos jugaron 50 minutos de ensueño. Hicieron cuatro goles y la movieron como el Barça de Guardiola, aunque enseguida la carroza volvió a ser calabaza y, ay: en un ratito los embocaron tres veces y a sufrir. Puro Racing.
Sofista de manual, Miguel Russo intentó explicar el fenómeno. “Pasamos de la melancolía al duelo. Entendimos que no podíamos renunciar a la idea, con Gio o sin Gio, y le tuvimos que agregar inteligencia en la forma de ver los partidos”, dijo, sin ahondar en esa curiosa conexión entre fatalidad, idea e inteligencia. Pero bueno... Si es así, uno tendrá que creer que de verdad no hay mal que por bien no venga, ¿verdad? Verdad.
La clave del cambio está en los laterales. Pillud y Licht, yendo y volviendo, delante de los tres centrales, Yacob en el medio, Toranzo como un Gio en tres cilindros y el power trío ofensivo: Lugüercio en el papel de Rocky Balboa, Hauche y Teo, un 9 clásico. Nada mal.
Es lícito pensar que, con Gio entre los once, este mismo esquema podría dar mucho más de lo que da. Tan lícito como pensar lo contrario. Ojo que no es tan disparatado imaginar a los demás anulándose, o resignando su valor individual para apuntalar otra vez, ¡oh no!, el mito del genio omnipotente. Podrían dejar de ser, finalmente, lo que ahora intentan, más allá de cualquier resultado. Un equipo.
¿Qué me gustaría? Que Gio vuelva, juegue y sea la frutilla del postre; no el Mago, la galera, la varita y el conejo, todo junto. Basta con eso.
Cambiemos la historia por una vez, compatriotas, que de salvadores de la Patria ya hemos tenido bastante.