Acabo de leer un escrito de Mariano Narodowski: Foucault, el Ayatollah, los intelectuales y la
política. Remite a las notas periodísticas de Michel Foucault en su corresponsalía desde Teherán
para un diario italiano en los inicios de la revolución islámica.
Foucault manifestó cierto entusiasmo por ese movimiento liderado por Khomeini que luchaba
contra la dictadura del Sha en los finales de la década del setenta. Muchos intelectuales lo
condenaron por esos artículos. Un hombre del contrapoder, de la resistencia a la opresión, que
había escrito sobre asilos y cárceles, y analizado el modo en que se imbrican los dispositivos del
poder con los del saber, tomaba partido por una secta de fanáticos misóginos que pregonarán la
guerra santa.
Narodowski no se hace eco de esta excomunión e intenta explicar con palabras del mismo
filósofo que a veces se adhiere a rebeliones populares sin sentir la necesidad de enmarcarlas en
consideraciones de la alta politología. El ministro lo define como una acción lícita de un
intelectual antiestratégico. Un hombre así se arriesga y gana o pierde.
Recuerdo que en esas notas había algunas cuestiones interesantes. Una es en la que Foucault
hablaba del “arcaísmo” de la sociedad de consumo iraní. Una de las virtudes con las que
se congraciaba el régimen del Sha residía en su intento “modernizador” frente al
tradicionalismo religioso. Pero el filósofo ve que en realidad las novedades en los escaparates no
son más que reliquias amortizadas de los países centrales. Aunque también es posible que estas
modernizaciones aludidas no sólo se limitaran a los objetos sino que se extendieran a algunas
costumbres.
No fue mi experiencia –ahora recuerdo que estuve casi un mes en Teherán a comienzos de
la década del setenta– ya que una persona con la que vivía, un empleado de banco, estaba
desesperado por casarse y no conseguía juntar una dote satisfactoria, en este caso masculina, para
salir al mercado conyugal y buscar mujer. Estaba condenado a la soledad por el sueldo con el que
tenía que pagar prostitutas o satisfacerse con su mismo sexo. Era un hombre de clase media.
Mujeres por un lado, con sus propias ceremonias y jerarquías – lo vi en una casa de la
ciudad de Tabriz cuando me separaron de mi compañera y se la llevaron otro cuarto– y hombres
por el otro. Sociedades paralelas en las que los hombres hacen las leyes y las mujeres en secreta
complicidad se ríen de las mismas y de sus severos autores.
En Teherán, fui al cine a ver Perdidos en la noche, la de Dustin Hoffman y John Voigt, y en
la escena en que la mujer que toma el ácido lisérgico muestra sus grandes tetas, todo el público
que colmaba el lugar, se paró y aulló con furia sobre las butacas. Se había despertado una
calentura casi asesina.
Terminó la película y no pudimos salir porque al final de la función había que pararse, esta
vez en homenaje y sumisión a la figura del Sha en la pantalla.Por lo tanto, esta modernización
tenía su dosis de feudalismo y las novedades venían con marcado retraso.
Otro aspecto de interés, de más envergadura esta vez, es que Foucault habla de la
“espiritualidad” del movimiento islámico. Esta palabra es un concepto que marca la
dirección de sus últimos trabajos. La espiritualidad es un rasgo que se refiere a ciertas técnicas
ascéticas que tienen por finalidad una conversión de sí. Una persona pasa de un estado a otro. Pero
la espiritualidad no se refiere únicamente a una práctica religiosa, ya que la encontramos en el
nacimiento de la filosofía.
El platonismo exige una conversión de sí, un cambio en la subjetividad, para estar preparado
para las tareas políticas propias de un ciudadano ateniense.
En Roma, los filósofos estoicos elaboran un arte de vivir y una estética de la existencia,
para estar atentos y receptivos a lo que deparan los azares de la ‘fortuna’ y para la
inevitabilidad de la muerte. Todas éstas son prácticas espirituales, conciernen al
‘ethos’, es decir a la actitud y a la disposición que tenemos frente a los sucesos de
la vida.
Esta espiritualidad no es ajena al arte y a la política. Cuando aquello de lo que se trata
pone en juego la subjetividad, la gravedad y la densidad en las decisiones, induce a una conversión
de nosotros mismos y nos sitúa en el terreno de la espiritualidad.
Por eso la religiosidad no se conecta directamente con la espiritualidad. La religión puede
ser un negocio, una forma más del odio, una perfomance de salón o una perversión social. En la
historia de la filosofía, Sören Kierkegaard fue el filósofo que reflexionó sobre las relaciones
entre una estética de la existencia y la fe religiosa.
Vuelvo al texto de Narodowski sobre las relaciones entre espiritualidad y política. La
militancia en la que se pone todo puede considerarse una forma de espiritualidad. Es lo que vio
Foucault en la revolución islámica. Para él era una novedad histórica que la política dejara su
ropaje técnico y administrativo, que no apareciera por un momento con su prestancia de
razonabilidad e ilustración, de cordura y legalidad, y bregara por un cambio de raíz.
No es que Foucault ignorara que la militancia revolucionaria de izquierdas era una de las
formas de lo que él definía como espiritualidad, pero en el mundo en el que vivía, el socialismo
francés ya había resuelto portarse como era debido, y la dirección de los asuntos políticos post
Mayo ’68 había alcanzado la madurez gerencial.
De ahí que acompañara con su bienvenida a una revolución que al mismo tiempo que cuestionaba
el orden colonial de la que Francia era coautora, también desafiaba las formas tradicionales de la
política representativa occidental.
Esta actitud de Foucault no sólo fue criticada por intelectuales “estrategas”
como los llama Narodowski, sino también por plumas más inteligentes como Richard Rorty. El filósofo
norteamericano, sin referirse al caso iraní, dice que el peligro de un pensamiento
“espiritual” en la política es que fabrica una mezcla letal. Combinar estética, ya sea
como arte de vivir o como noción romántica de la creación, con política, en nombre de un
nietzschenismo heorico e intenso, puede dar lugar a grandes artistas, a la vez que a mortíferos
políticos.
Su propuesta es la construcción de la democracia por medio de la educación sentimental de los
pueblos con un mensaje progresista transmitido por la tecnología audiovisual, los documentales, los
trabajos etnográficos, los institutos educativos y la legislación.
Foucault no tenía un programa de cambio ni pensaba en reformas institucionales. Narodowski
recuerda la pregunta de Foucault en Le Monde el 11 de mayo de 1979: ¿es inútil sublevarse?
Foucault no fue uno de los filósofos más grandes de la historia por ser ducho en asuntos
políticos; no tenía un ideal de vida ni de sociedad. Era un pensador anarquizante que trataba de
inventarse a sí mismo a través de los libros, de no ser predecible, especialmente para sí mismo, y
de señalar los peligros de la autocomplacencia en el ejercicio del poder legitimado por discursos
de autoridad.
Por la satisfacción de sí de la filosofía política ilustrada, por ese pluralismo de abanico y
por el sentido particular del progreso visto desde la cima del dinero, por eso y contra eso
Foucault se tiró una cana islámica al aire.
*Filósofo.