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Etica y arbitrariedad del reseñista

Ya hemos hablado aquí sobre la labor del crítico literario español Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960), a propósito de la aparición del libro Desvíos.

Tomas150
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Ya hemos hablado aquí sobre la labor del crítico literario español Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960), a propósito de la aparición del libro Desvíos. Un recorrido crítico por la reciente narrativa latinoamericana. Aquel volumen era, en verdad, una continuación de otro anterior, que no llegó a la Argentina pero que en España publicó el sello Debate: Trayecto. Un recorrido por la reciente narrativa española (2005).
En el prólogo de Desvíos, Echevarría contaba la manera en que nació su interés por la literatura latinoamericana y cómo, a través de sus célebres –por lo filosas, por lo incorrectas– reseñas en el suplemento Babelia del diario El País, había acompañado la introducción al mercado hispanoamericano de autores como Fogwill, César Aira, Juan Villoro o Roberto Bolaño. En el de Trayecto, Echevarría aprovecha para trazar un mapa de la reconfiguración del campo literario español luego de la muerte de Francisco Franco, durante la agitada década del 80, y luego en los 90, cuando España terminó de erigirse como el centro de la industria del libro en castellano. Pero, sobre todo, la voluntad del texto es la de esbozar una suerte de informal tratado metodológico acerca del oficio de crítico literario: sobre sus responsabilidades y legitimidad.
“El género de la reseña se define en función de sus limitaciones –de tiempo y de espacio–. La precariedad parece ser la condición básica del crítico reseñista, que si estima su oficio, deberá ejercerlo a la vez al amparo y a contrapelo de ella”, escribe Echevarría. “El reseñista no es un lector más –agrega–. Tampoco un lector mejor. En todo caso, es un lector otro. Un lector puesto en situación de ‘leer’ su propia lectura y hacerla pública, con vistas, entre otras cosas, a orientar al resto de los lectores acerca del interés de un libro. Debe tener la voluntad de rendir un servicio, voluntad que no le viene de ningún celo altruista sino de su creencia, quizá apasionada, en una determinada escala de valores tanto éticos como estéticos que ciertas obras encarnan o contribuyen a promover.”
Luego, Echevarría llega a una cuestión central: la “problemática autoridad del crítico”. ¿De dónde surge la legitimidad del reseñista?, se pregunta. “Yo me considero reseñista –responde–, y para ello no se necesita mejor cosa que la voluntad de serlo. ¿Quién me da licencia? Pues nadie. Ni aguardo que nadie me la dé, pues nadie está en condiciones de hacerlo. Seré yo mismo el que acredite mi propia capacidad en el desempeño de mi oficio.” ¿Y más allá de la autoafirmación, cuáles son las condiciones necesarias para ejercer este trabajo? “Construir autoridad”, aclara, “en dos niveles simultáneos: la capacidad para tener razón –determinada en alto grado por la cultura del reseñista–, y su elocuencia. Su talento para persuadir al lector, para resultar concluyente. Para brindar una idea suficiente del libro, en función de la cual problematizarlo, destruirlo o ensalzarlo”.
Hay en este oficio, parece decir Echevarría, una dimensión arbitraria y a la vez indudablemente ética. Una actitud que, “debido a la crisis progresiva y generalizada de autoridad en que ha ido derivando el desarrollo de la cultura democrática”, no suele abundar en los medios culturales. Y que, cuando aparece, suele entrar en colisión con los intereses de la industria editorial. El propio Echevarría sufrió sus consecuencias, cuando en 2004 publicó una dura reseña de la novela El hijo del acordeonista del escritor vasco Bernardo Atxaga. El libro era la gran apuesta de la editorial Alfaguara, que al igual que el diario El País, pertenece al poderoso Grupo Prisa. De más está decir: fue la última que publicó.