Se acaba de reeditar Fiebre en las gradas de Nick Hornby que, entre otros méritos, tiene el de ser el mejor libro disponible sobre fútbol. No es que el fútbol haya dado una gran biblioteca, aunque no faltan los escritores que practican con la pelota pero rara vez le aciertan al arco. Hornby lo advierte en la página 134 mediante una cita ajena: “Los escritores son bien recibidos en el fútbol pues es un deporte que no ha tenido la literatura que se merece, en cambio los esnobs que se las dan de frecuentar los barrios bajos no nos hacen ninguna falta”. El asunto viene a cuento para Hornby a raíz de un lamentable artículo de Martin Amis en el que se acusa a los aficionados de oler a queso y cebolla, de amar la fealdad y de tener la mirada rabiosa de un bulldog. Pero en el otro extremo, los relatos más complacientes de un Fontanarrosa o de un Soriano pecan de grandilocuencia y parten de la base de que el fútbol no es en sí una materia noble, y requiere que se le agreguen componentes ficcionales, generalmente hiperbólicos o paródicos, para hacerlo verdaderamente “literario”.
La aproximación de Hornby, en cambio, es mucho más antropológica. Su objetivo es limitado y aunque desliza frecuentes apuntes sobre el juego en sí, su historia, su economía y su estética, el libro se concentra en los usos y costumbres de esa categoría humana conocida como “los hinchas”. Y lo hace a partir del miembro más representativo del grupo que conoce: él mismo. Fiebre en las gradas es la autobiografía de Hornby como hincha desde el 14 de septiembre de 1968, cuando a los 11 años se enamoró repentina y perdidamente del Arsenal de Londres, hasta que en 1992 la escritura del libro lo sorprende con la pasión intacta.
La capacidad de observación de Hornby y la precisión para hablar de sus sentimientos y de sus fantasías permiten despejar el terreno alrededor del hincha y no incurrir en dos errores complementarios. Limitado a narrar y a describir, no intenta nunca la interpretación psicológica ni la generalización sociológica, que en este tema no suelen eludir la tontería más ramplona, pero tampoco apunta a construir una épica de su propio caso. Se conforma con transcribir las leyes de un mundo que contrasta con las ideas recibidas. Sobre todo por la intensidad de la pasión futbolera, que reclama la atención que se presta a una forma de vida casi tan distintiva como la de las tribus que Lévi-Strauss inmortalizó en Tristes trópicos. Para advertirlo, basta citar una frase: “Quejarse de que el fútbol sea aburrido es como quejarse de que Rey Lear tenga un final tan triste: es no haber entendido nada (...). El fútbol es un universo alternativo, tan serio y tan estresante como el trabajo, con las mismas preocupaciones, esperanzas y desilusiones. Yo voy al fútbol por muchas razones, pero no voy buscando entretenimiento”.
El hincha que Hornby representa es alguien consciente de que ir a la cancha no es una fiesta, sino una variante particularmente compulsiva de un sufrimiento apenas compensado por momentos de triunfo incomparables, a los que sólo se accede desde el fanatismo deportivo y que superan por su carácter único a los que resultan de la satisfacción sexual, el éxito laboral o el placer estético de cualquier índole. La pulsión de Hornby es altamente compleja y está compuesta por impulsos contradictorios y variados, que incluyen desde los rituales y las cábalas a la admiración discriminada por ciertos futbolistas, desde la tentación irracional por la violencia a la identificación aún más irracional entre la suerte del club y la del propio hincha, desde una memoria altamente especializada a una verdadera fenomenología del terror frente a un posible gol del adversario. Lo mejor que puede decirse de Fiebre en las gradas no es que reconocemos en él al hincha que somos, sino que pone en evidencia que el fútbol merece un respeto intelectual que hasta ahora no le ha sido concedido.