Quiero reivindicar mi caída. No es precipitada, resulta de un desprendimiento. Disfruto esperándola, y ni siquiera depende de mí. Aunque en parte sí. El viento me ayuda a decidirme. Sin su ayuda, me privaría del vuelo que tanto gratifica el descenso. Ser hoja de otoño no es metáfora de lo que muere, sino vuelo de lo que se renueva. Soy hoja de vereda (las de ruta constan de instrucciones, yo apenas sugiero despedida). Hay personas que se alegran al verme, considerándome una señal. Caminan distraídas, removiendo el aire en sus barbijos, adivinando rostros… hasta que se topan con mi vuelo. Algunas me atrapan en el aire, como si cazaran una mariposa muda (si hoja de ginkgo, bien que parezco). O me llevan orgullosas un rato entre sus manos, considerándose testigos de la belleza del tiempo. Me gusta formar parte de la alfombra de las calles, mezclada con todas en marea de amarillos: plátanos sin alergias, acacias juguetonas, fresnos fosforesciendo, robles cobrizos, paraísos y ceibos desfilando en el Rosedal, los sauces y su galantería llorona, nuevamente los ginkgos, entre mariposas y abanicos… Somos la hoja en su mejor momento, dando cuenta del transcurso mientras caemos. ¡Tantos poemas nos evocan! Sobre todo uno al terminar la peor guerra, Las hojas muertas”, de Jacques Prévert, vuelto canción en 1945. “Las hojas muertas se recogen con la pala, los recuerdos y los lamentos también”. Y enseguida fui cantada por Ives Montand, Sara Montiel, Eric Clapton, Chet Baker, Barbra Sterisand, Juliette Grecó, Ute Lemper… Pasar de un árbol a una canción no es mal destino.
Pero al caer, también recuerdo. Porque el otoño comienza con la memoria. Y ahí me pongo triste, hasta puedo quebrarme. Si me desprendo un 24 de marzo, prefiero que llueva. Entonces cambio de poema, me paso al de Verlaine: “Llora en mi corazón como llueve en la ciudad”. Este año tuve una sorpresa: cayendo, vi miles de árboles recién plantados. Y al posarme en la mano de una niña yendo al colegio me alegré. La memoria también se cultiva.