El crecimiento exponencial de nacionalismos de diverso tipo, pero raíz común, es evidente y de ominoso pronóstico. En una obra excelente, Los nacionalismos al asalto de Europa (Demopolis, París, 2019), veinte especialistas analizan el fenómeno en otros tantos países de la Unión Europea, desestabilizada hoy por este auge contestatario. En Alemania, la extrema derecha ingresó al Parlamento por primera vez desde 1945; también progresa en los países escandinavos, algo impensable hasta hace muy poco. Y así en casi todo el mundo.
Ocurre que no se puede seguir negando, o ignorando, que el nacionalismo y la xenofobia, por reaccionarias que sean sus conclusiones, se apoyan en razones valederas. Las migraciones masivas, por ejemplo, ya que ningún país puede absorber sin límites a nuevos pobladores; tanto en el plano material, de empleo, como social, cultural. Sobre una base económica que hoy no puede responder a las necesidades de muchos nacionales –menos aún de los inmigrantes– en lugar de integración se genera enfrentamiento, conflicto. Las instituciones sociales de acogida –salud, educación, vivienda– aún numerosas y eficientes como en los países nórdicos, también conocen un límite de presupuesto, de espacio. Es en este desborde que se apoyan las propuestas nacionalistas, desde las derechas democráticas hasta las neonazis.
Así, el problema para el progresismo es que si asume los aspectos lógicos en que se apoyan los nacionalismos, para no traicionar sus principios debe generar una propuesta que hoy escapa a los límites de la política de cualquier país. La única manera de frenar la imparable ola migratoria es apuntar a soluciones en los países de origen. Lo que no puede sino resultar en una reconfiguración profunda, estructural, de la economía y las relaciones internacionales.
Es de lógica elemental entender que la ola solo se detendrá cuando la necesidad de emigrar desaparezca; cuando haya al menos un porvenir ante los ojos de esos, cada vez más numerosos, que hoy solo ven miseria y violencia. La inmigración masiva, como tantos otros fenómenos que desestabilizan a las grandes democracias, es un problema mundial, que solo podrá resolverse mediante acuerdos y cambios decisivos en esa escala.
Pero por el momento, hasta los trabajos de calidad que analizan el problema no apuntan a las causas estructurales. Se presenta así un divorcio entre las buenas intenciones y los datos de la realidad, lo que resulta en campo orégano para las derechas de todo pelaje. La socialdemocracia, que encarna mejor que nadie esas buenas intenciones, no considera esos datos, a pesar de que dispone de un sólido respaldo teórico –el marxismo y sus epígonos– y de una historia de logros importantes, concretados justamente cuando la economía mundial se expandía y algunos países pudieron disponer de parte de sus excedentes para una mayor igualdad social. Los escandinavos son el mejor ejemplo.
Pero eso ha terminado. El progresismo mundial rechaza o relativiza las comparaciones entre la crisis que explotó en 2008 en el corazón del mundo capitalista –pero que venía manifestándose en la periferia desde hacía al menos dos décadas– con la de 1929, que consolidó al fascismo y aupó al nazismo en Alemania, con todo lo que vino después. Hasta a Francia, cuna del republicanismo, le dio entonces un brote nacionalista.
Por supuesto que las diferencias son notables, pero el fondo de la cuestión es el mismo, agravado por el crecimiento de la población mundial y el retroceso de los progresos sociales logrados después de la Segunda Guerra, cuando la economía mundial entró en un período de auge. El keynesiano Premio Nobel de Economía, Paul Krugman, con fina ironía, definió a esa guerra como “ese amplio programa público de empleo, que terminó con la Gran Depresión”.
¿Repetiremos la historia, ahora con armas atómicas, químicas y biológicas, o acabará imponiéndose la razón?
*Periodista y escritor.