No deja de ser una práctica melancólica. Semana tras semana voy a la sección de columnistas del diario y observo la cifra de lectores de mis columnas, que siempre suma escasa en el cuentaganado digital, comparada con las de aquellos cuyas fotos se reproducen al tope de la sección, y escasa también en el cotejo con las de quienes nadan como yo en el fango de abajo. Para elevarla, pienso títulos escandalosos o bizarros que atrapen a ese fantasma huidizo, y luego me aplico a exasperarlo ocupándome de asuntos distintos de los prometidos. Digámoslo así: hago acrobacias pero apenas cosecho uno o dos post por semana, en los que, haya escrito yo lo que escriba, los posteadores ignoran el tema y se empeñan en despotricar contra el peronismo y el periodismo y los K. Sólo una vez recibí una prueba de amor monosilábica: “Zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz”.
Sin embargo: milagro. La semana pasada publiqué una columna donde me acercaba a una apreciación posible acerca de los motivos de la condición atea de la humanidad. Por esta, el lector Maurice lamentó que un medio como PERFIL “sea usado como tribuna por cualquier pseudo filósofo con ínfulas de querer destruir religiones”. Acepto de inmediato la crítica y me corrijo: Dios existe, en cuanto lo imaginamos. Es un hecho de lenguaje, y hasta diría la mayor creación de la humanidad, porque sólo lo imperceptible e incomprensible genera la “masa” de ideal necesaria para encender la chispa que lo vuelve objeto de una constante predicación.