El otro día mientras llevaba a mi hijo menor al colegio escuché cómo él hablaba solo. En realidad –cuando puse atención– se estaba contando una historia en la que alguien hablaba y otro le contestaba. Suele hacer lo mismo ya en mi casa pero con juguetes, entonces inventa historias y les presta su voz. A veces, también, cuando se levanta, empieza a emitir un largo soliloquio con, probablemente, las cosas que soñó. Me di cuenta de que lo que hace es registrar todas las palabras que conoce, ponerlas en acción: está construyendo el mundo que, para él, recién empieza.
Me di cuenta de que lo que para una edad es sano, cuando pasa el tiempo puede ser un problema. Nosotros, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, tenemos ese diálogo interno que no para nunca y nos esclaviza. Está claro que hay que pararlo.
Cuando hago karate logro parar mi diálogo interno. Los pensamientos que estuvieron hostigándome durante el santo día dan un paso al costado y solo escucho la voz del sensei que me da indicaciones y mi respiración. Una tarde dos chicas me dieron un volante que decía: meditación argentina. Practican la meditación por sustracción. Quieren que no quede nada para que uno vacíe el contenido de sus pensamientos a los que denominan “fotografías”. “Desde que nacemos somos una cámara de fotos que saca y saca fotos”, me dijeron. Y esas fotos son falsas. Sentí un tirón en el pecho. ¿Es falso el recuerdo de la primera vez que tuve a mi hija en brazos? ¿La vez que vi caer la nieve en Iowa City? Sí, es todo falso y hay que desecharlo para relacionarnos con la vida real e inmutable. Me dijeron que la Verdad es el universo inmutable.
Estoy empezando a meditar en un lugar extraño que tiene cierta filosofía que no comparto del todo. Pero con mis instructores tenemos un punto de acuerdo: el cerebro es algo que nos pusieron para debilitarnos, una glándula del terror.