Los hoteles, tanto en la vida real como en la ficción, suelen ser un escenario que se presta al
misterio y al desciframiento de un enigma. Habitualmente están relacionados a un crimen, pero
también pueden ser el lugar para una cita secreta. Una cita de amor o una cita conspirativa. Tal
vez, por su carácter anónimo y transitorio, le proporcionan al pasajero que llega la fantasía de
tomar una vida prestada. Por ejemplo, la identidad de la persona que ha abandonado la habitación
simplemente por el hecho de haberse encontrado con un objeto sin importancia que ésta se ha
olvidado y que ahora, en manos del nuevo huésped, cobra una significación inesperada.
En Estambul, Turquía, desde las altas terrazas del hotel Conrad, aun en medio de la noche se
puede ver a lo lejos la Mezquita Azul y la iglesia de Santa Sofía. Su arquitectura sagrada es
apenas una sombra brillante, de tal manera que uno no sabe si las puede diferenciar por sus colores
o por la diferencia de credos.
El Conrad es un hotel confortable y lujoso casi hasta el límite de la lujuria. En el hotel,
el huésped se siente protegido y seguro. Aunque abajo espera otro Estambul que no será tan
inquietante como aquel que muestran las películas o describen los libros.
El viajero ansioso espera la luz de la mañana para poder visitar los lugares sagrados. Junto
con el gran palacio donde está ese diamante llamado Topkapi. No sé si se hizo famoso por la
película de Hitchcock o al revés, si fue el diamante que volvió famosa a la película. Este palacio,
que encierra el misterio de sus serrallos clausurados del que sólo quedan unas instalaciones vacías
pero cargadas de secretos y del cuchicheo de esclavas y favoritas.
En medio de la noche, el mar de Mármara, el estrecho de los Dardanelos y el Bósforo parecen
dibujados en un mapa por manos infantiles. Pequeñas embarcaciones que, con la licencia que me
permite mi ignorancia geográfica, quiero suponer que navegaban hacia el Mar Negro.
Unos días más tarde hice una excursión en barco y pude ver a lo lejos una masa oscura que el
guía nos dijo que era el Mar Negro. En mi geografía literaria, el hecho de que los mares tuvieran
color se debía a las novelas de piratas. Esos libros eran otra manera de recorrer el mundo.
Especialmente Salgari, que nos llevaba a través de Sandokán a lugares tan insólitos como
desconocidos. Nombres que, sin embargo, tenían una sonoridad bellísima. Porque si el Mar Negro era
oscuro, el Mar Rojo era bíblicamente sangriento. Desde el parapeto donde los excursionistas nos
detuvimos a almorzar se veía un aeropuerto con un avión a hélices que tenía las insignias de
República de Crimea.
Pero más allá del tiempo, también allá abajo y en medio de la ciudad sagrada, existe otra
ciudad más profana que también está a la vista. El Gran Bazar con sus alfombras y sus pipas de un
falso marfil que tarde o temprano inevitablemente terminará por ponerse amarillo. Del Gran Bazar y
de ese viaje a Estambul conservo una pipa que parece un centauro, ya que la mitad es una boquilla
marrón que vendría a ser el cuerpo, y la parte en que se coloca el tabaco es la cabeza de un
caballo. Una pipa que soñó un sueño de opio que nunca llegó a consumarse.
También allá abajo, en los arrabales de Estambul, está la casa de Pierre Loti y, como suele
suceder con la casa de muchos escritores, está casi vacía, porque en realidad sus objetos
personales y su casa más importante está, creo, en Francia, y en ese barrio de Estambul sólo hay
unas pocas alfombras y algunos cacharros para hacer un té y algún narghilé que también se había
vuelto amarillento donde alguna vez se fumó haschisch. Sobre las paredes, algunas fotos de Loti
viajero en que aparece posando con vestimentas exóticas y perdido en paisajes tumultuosos y llenos
de gente; y otras veces, perdido en las arenas de un desierto.
Pero el viaje a los suburbios donde vivía Pierre Loti sólo da lugar a lo exótico, y uno se
siente formando parte de ese paisaje pero inhibido ante esas descripciones de Loti, donde el
simbolismo y su lenguaje poético exceden la descripción realista del viajero explorador, o el
viajero antropológico, que con su sola mirada transforma cualquier paisaje en un trabajo de campo.
Podemos hablar de un Estambul a cielo abierto, un Estambul de mercados, bazares y donde cada cosa
parece que brillara. Quizá la ciudad presenta esa característica del contraste: el brillo de las
grandes mezquitas y hombres con dientes de oro y calles oscuras que, para quien no es de la ciudad,
conducen a ninguna parte.
Pero no es en el espacio abierto donde aguarda el misterio en Estambul, ni tampoco en esas
cárceles tortuosas de la película Expreso de medianoche, sino un hotel que a primera vista aparece
casi desapercibido, condición proclive para que el paisaje apacible se transforme en lo contrario.
El misterio tiene un nombre: Pera Palas. Está previsto que esa noche la cena se lleve a cabo
en ese hotel. El mítico Pera donde se alojaban los viajeros del Orient Express cuando Estambul,
además de una estación de tren, era un destino. Un lugar de conflictos internacionales, una ciudad
que alojaba espías y agentes dobles, como en la novela de Eric Ambler La máscara de Demetrio, donde
todo conducía a una máscara detrás de otra máscara, a una identidad que ocultaba otra identidad, a
una ciudad que ocultaba otra ciudad.
Esto es frecuente en las novelas policiales, pero es menos frecuente que el propio autor de
estas novelas se vea enredado en el revés de la trama que se urde en esa frontera a veces ambigua
entre la realidad y la ficción. Es el caso de la historia de la señora Agatha Christie en el hotel
Pera Palas, que se encuentra en la calle Mesrutiyet Caldesi 98-100, Beyoglu, en Estambul.
Los viajeros se solían alojar en el hotel Pera Palas, estación final del Orient Express y que
fue construido por la compañía de Wagons-Lits para que descansaran de su viaje de tres días y tres
noches desde París hasta el Bósforo. En el hotel mítico, como bien lo describe Nathalie de Saint
Phalle en su libro Los hoteles literarios, viaje alrededor de la tierra, se habían alojado personas
célebres como Sarah Bernhardt en la habitación 304, Mata Hari en la 104 y Greta Garbo en la 103.
Que Mata Hari y Greta Garbo viviesen en habitaciones contiguas nos dice que las fronteras entre la
ficción y la realidad están apenas separadas por una puerta, ya que la actriz interpretó a la espía
en la película que lleva su nombre. Y el Pera alojó hasta al propio Ernest Hemingway en la
habitación 218.
Pero no solamente personas reales sino personaje de ficción, como el protagonista de la
novela Orient Express, de Graham Greene, Carleton Myatt, cuando en un diálogo que mantiene en
Estambul alguien le sugiere que tome un taxi que lo conduzca a La Mezquita Azul, pasando por el
hipódromo, y luego de visitar las termas romanas tomar té en el restaurante ruso del Pera, como le
suelen decir los lugareños con esa posibilidad que sólo da la elipsis de cierta familiaridad con el
lugar.
Pero como si el verdadero misterio del Pera Palas comenzara con la llegada de la señora
Christie, que se alojó al menos dos veces en 1924 y en 1932 y que escribió una novela llamada
Asesinato en el Orient Express. En la habitación 411 escribió gran parte de esa novela. Pero es en
1979, tres años después de la muerte de la escritora, acaecida en 1976, que se decidió filmar la
película que develase el misterio de dónde estuvo Agatha cuando despareció once días en 1926.
La Warner Bros decidió producir la película con Vanessa Redgrave protagonizando a la
escritora. Como la Warner consideró el guión muy imaginativo, la productora apeló en 1979 a la más
célebre médium de Hollywood, Tamara Rand, “quien entró en contacto con el espíritu de la
escritora, que le dictó un mensaje: la clave del misterio se encontraba en la habitación 411 del
Pera Palas, en Estambul”.
Esta anécdota está narrada en Los hoteles literarios y cuenta que el 17 de marzo de 1979, a
las cinco de la tarde, periodistas del mundo entero se congregaron en el Pera. Desde Los Ángeles,
“por teléfono, el detective privado de Tamara Rand dirigía las pesquisas. En unos minutos
levantaron los listones del suelo en el punto indicado, y ligeramente más arriba, detrás de la
puerta, descubrieron, empotrada en la pared, una llave herrumbrosa de ocho centímetros. La llave de
un misterio más tupido que nunca. Hasan Süzer, presidente de la asamblea general del hotel, la
confiscó de inmediato y convocó a una conferencia de prensa en el curso de la cual declaró que el
Pera se encontraba en lamentable estado y que sólo entregaría la llave a la Warner a cambio de dos
millones de dólares, el 15% de los beneficios de la película, el rodaje en el marco real y el pase
gratuito de la película en la televisión turca. Los emisarios regresaron desolados a Hollywood,
donde la Warner volvió a llamar a la vidente, quien, tras hablar de nuevo con el espíritu de
Agatha, se declaró incapaz de precisar el emplazamiento de la cerradura que bloqueaba el misterio
sin tener la llave en sus manos. Como Hasan Süzer se negaba a enviarla, se concertó una cita,
televisada, en la habitación 411, el 20 de agosto de 1979. El New York Times ofreció 75.000 dólares
por la exclusiva de la historia, pero el 30 de junio el personal del hotel inició una huelga que
duraría casi un año, a la cual sucedió un largo período de obras que, mermando la confianza y el
entusiasmo de los socios, redujo la empresa a agua de borrajas. La llave sigue esperando en la caja
fuerte de un banco. Pero corre el rumor de una segunda llave, descubierta justamente encima, en la
habitación 511… El misterio, lejos de aclararse, es más tupido año tras año. ¿Se trata de una
sonada artimaña al servicio del mito del Pera o de la última y genial invención de la escritora?
Abran o no esas llaves unas misteriosas cerraduras, han hecho entrar al hotel y a su huésped en una
leyenda ingeniosamente mantenida”.
Cualquier comensal que visita el Pera Palas, cualquier lector de una guía turística, conoce
la leyenda de la habitación 411 en que se alojó la señora Christie. Se hospedó once días en que,
por desventuras mas existenciales que sentimentales, desapareció del mundo y el mundo entero la
buscó. La gente a veces sueña con desaparecer. No solamente las celebridades que pretenden
recuperar en un anonimato fingido una vida cotidiana que han perdido hace tiempo.
Se comienza a viajar a través de los libros y de los mapas que aparecen en los libros. Porque
ningún niño argentino escapa a esas tortuosas clases de geografía sobre las isobaras y las
isotermas o las corrientes frías y las corrientes cálidas, a través de esos mapas que nombraban
lugares tan exóticos como Birmania o Cartagena de Indias.
Dicen que Gaudí también tuvo su sueño turco. Soñó su sueño modernista a través del relato de
un amigo que le contó su viaje a Capadocia. Esa parte del mundo en Turquía en que el paisaje lunar
está en la Tierra. Esas cavernas de piedra transformadas en casas incrustadas en las rocas que
fueron el refugio de mártires cristianos. Capadocia y Barcelona. Uno de los hermanos Goytisolo
mostró en una película las similitudes entre las chimeneas de Capadocia y las cúpulas enloquecidas
de Gaudí. Un paisaje que nunca visitó pero sin duda conoció.
Se viaja entonces de muchas maneras. Y es posible que mis viajes comenzaran viajando en un
tranvía de un extremo al otro de Buenos Aires como pasajero sin pagar, viajando gratis. Recorriendo
de manera monótona el mismo trayecto cuando mi tío, que era guarda de tranvía, durante meses estaba
destinado a la misma línea hasta que llegaba el traslado a otra línea. Por supuesto que el
recorrido más deseado era el trayecto entre el puente Crucesita, en Sarandí, y el Jardín Zoológico.
Y en esos pocos minutos de espera, en que el conductor y el guarda descansaban, podía espiar a los
animales a través de las rejas.
La señora Christie desapareció once días y logró para su vida un misterio y un enigma a
develar que quizá soñaba con conseguir y que sólo conseguía en sus novelas, como si el inspector
Poirot le hubiese robado toda posibilidad de misterio ¿La escritora se refugió, se escondió en el
hotel Pera Palas? Qué importa si la cosa sucedió realmente.
El hotel ya tenía en ese cuarto su propio misterio y ninguno de los visitantes se podía
resistir a querer conocer o acceder a la 411 de la señora Christie. Yo tampoco me pude resistir
aquella noche que cené en el Pera cuando el restaurante ruso ya había desaparecido.
Por supuesto que el soborno hizo que el botones del hotel nos propusiera un soborno farsesco,
por lo cual uno nunca termina por sentirse un verdadero sobornador. A pesar de la hora avanzada, él
hará la excepción de que se pueda visitar la habitación.
Como en una de las novelas de la autora, el contingente de visitantes –de a poco, como
si fuese un coro sigiloso y secreto, se le han ido agregando integrantes– caminó detrás del
botones con pasos que se silenciaban en las alfombras mientras nos dirigíamos hacia el cuarto del
enigma.
El recorrido lo hacemos por las escaleras, como si quisiéramos evitar los ascensores
enrejados. El botones lleva una pequeña llave en la mano que ha extraído de manera casi
imperceptible de uno de sus bolsillos. Habla un poco en turco y algunos monosílabos en inglés.
Amí, me tocó hacer la visita con un español y por eso logramos entendernos. Me pregunta si he
leído las novelas de la señora Agatha Christie. Le digo que sí. El me dice que las ha leído todas.
Y no sólo que las había leído sino que también tiene colecciones completas en distintos idiomas.
Pienso que estoy ante un fanático. Ella me salvó, me agrega. Tuvo que pasar varios meses en un
hospital, internado por un accidente automovilístico y las intrigas de las novelas le ayudaron a
pasar todo ese tiempo postrado en una cama.
Es raro, me dijo, las historias pueden pasar en distintos lugares del mundo y es como si uno
viajara. Pero a la vez, era como si todo sucediese en el cuarto en que estaba internado.
El botones comenzaba a cansarse del español que se detenía en el rellano de la escalera en
cada piso, mientras yo mezquinamente calculaba que entonces el dinero que nos iba a pedir iba a ser
una cifra cada vez más importante.
Es fácil darse cuenta de que no es la primera vez que el botones abre ese cuarto. Lo hace
teatralmente y el visitante entra en una atmósfera de misterio. Sobre una mesa hay una máquina de
escribir que perteneció a la escritora. Sobre la pared, un mapa del antiguo Estambul, cuando el
Peras Palas todavía no tenía ni un nombre ni un lugar en ese mapa.
La habitación también podría ser la de un hotel de Montevideo. Una cama y un ropero modestos.
Un pequeño escritorio con secreter. La ceremonia se realiza en silencio. Todos ignoramos dónde está
el misterio y comenzamos a mirarnos de manera perpleja tratando de ocultar la decepción que
comienza a invadirnos. De golpe, el botones, con otro ademán exagerado, nos muestra, casi oculto
sobre una de las paredes, un cuadro con el rostro de la psíquica que descubrió el misterio de la
segunda llave.
La habitación casi en penumbras parece iluminarse por el resplandor que emanan los ojos de la
mujer. Ojos celestes. Mirada de psíquica. Ojos que nos visitarán en nuestro sueño hasta convertirlo
en una pesadilla. Mirada de la que no se podrá escapar y
mucho menos esconderse y para ello basta el ejemplo de la señora Christie, que ni siquiera
con toda su sagacidad policial pudo hacerlo. Es un retrato
de Tamara Rand.
Unas horas más tarde, después de ciertas tribulaciones que me hicieron creer que el regreso
al hotel iba a ser imposible, de vuelta en las confortables terrazas del hotel Conrad, los ojos de
la psíquica parecen flotar sobre el mar de Marmara y sus aguas se vuelven inquietantes. De pronto y
a lo lejos, se escucha algo parecido a una plegaria. De a poco, muy lentamente, mi mirada y los
ojos de la psíquica se van desplazando del mar hacia la ciudad. Y es como si al encontrarse con la
Mezquita Azul y las cúpulas de la iglesia Santa Sofía, la mirada de la psíquica se volviese
temerosa como si se fuera diluyendo y retrocediera ante tanta arquitectura santa. Sus ojos me
recuerdan los ojos de Irene, la médium que en mi infancia recibía el espíritu de Carlos Gardel. La
inquietud que produce una voz de hombre en un cuerpo de mujer.
En los sucesos que iban a desarrollarse, posiblemente nunca vaya a saber qué guió a uno de
los visitantes para hacer lo que hizo. Yo tenía mis razones, siempre me habían atraído los
detectives psíquicos y me parecía tan paradojal que Agatha terminara dependiendo de un
“detective psíquico” para que la localizara. Mi atracción por el espiritismo y el
relato policial se originaba antes de enterarme de que Arthur Conan Doyle hubiese escrito una
novela espiritista y se hubiese convertido al espiritismo después de perder a su hijo en la guerra.
Sólo que a partir de ese encuentro ese dato se transformó en una llamativa coincidencia.
Lo cierto es que el destino nos había dispuesto en el hotel como una novela de Agatha y
éramos diez indiecitos alrededor de la mesa. Al menos, así me sentía por mi destino sudamericano.
Porque visto de cerca, el hotel, como dije, se parecía mucho a un hotel montevideano. Medio
decadente, con mucho olor a humedad, también por sus cubiertos, que eran el símil de alguna
platería europea. Lo mismo sucedía con las soperas que en alguna época debieron ser de loza
firmada.
Porque en realidad lo que pasó aquella noche en el Pera Palas sucedió después que los
comensales, uno a uno, o de dos en dos, no todos argentinos, un español, algún americano, una
italiana y el resto, latinoamericanos, nos sentamos a comer y comenzamos a comentar nuestra visita
al cuarto de la señora Christie.