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La híper

26-10-2020-Logo Perfil
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A fines de los 80, mi único aporte a la economía familiar consistía en generar gastos, de modo que no voy a ufanarme de haber comprendido qué pasaba en el país. Pero sí recuerdo (o creo recordar, porque los recueros lejanos, en mi caso, son siempre difusos) que los adultos hablaban de “la híper” apelando a gestos faciales que reflejaban sentimientos diversos como el temor, la exasperación o el odio. Desde mi perspectiva, La híper era algo así como un personaje fantasmagórico, cuyo poder me resultaba esquivo porque nunca la había visto, pero era claro que detonaba cambios de humor muy negativos en quienes la conocían de primera mano. 

Para 2001, en cambio, pese a no tener aún cuentas bancarias ni ingresos dignos de mención o expropiación, entendía que Argentina atravesaba un evento de esos que marcan un antes y un después, que lo que pasaba en la calle era grave, que los bancos y el sistema que representan son más poderosos que la casta política y que aquella unión popular llena de furia, pero también de mutua colaboración plasmada en asambleas, protestas y trueques, era un fenómeno extraordinario que, muy probablemente, nunca volvería a ver. 

Ahora que ya soy una señora incorporada al sistema, que trabaja y recibe dinero a través de un banco, que paga impuestos y que hace las compras, busco, cada vez que los precios aumentan, es decir casi todos los días, algún gesto o mueca que se parangone a aquellos que vi hace años. Lo que encuentro, salvo excepciones, no se parece tanto a la furia o el temor, como a la resignación y el hastío. Esta mañana, sin ir más lejos, un comerciante al que le compro quesos, aceptaba –como otros hicieron esta misma semana– la inflación como algo dado por hecho, algo que uno se tiene que bancar como se banca una dolencia o las secuelas de un accidente. En los medios, algo similar: hay quejas, pero no se profundiza mucho en las causas del problema y, por momentos, todo parece invitarnos a aceptar esta dinámica de aumento permanente de valores –que nunca son los salarios–, con el mismo conformismo con el que tantas veces se nos invita a votar por el menos peor. Y entre los sub 25 a los que doy clases, la cosa es aún más bizarra porque la inflación, para casi todos, es algo naturalizado de entrada, una variable más de una cotidianeidad en la que rige cada día con más fuerza el sálvese quien pueda.  

¿Qué pasó con aquella ira que la híper hacía brotar en los que la padecían a fines de los 80? ¿Y con la voluntad popular de interpelar instituciones y buscar salidas autogestivas de principios de siglo? ¿Será que nos hemos apaciguado para no quedar mal con estos tiempos de empatía forzosa? ¿O padecemos una extraña enfermedad que nos obliga a soportar aquello que otrora nos enojó? Quizás, el gran poder de la híper haya consistido en consolidar, en el largo plazo, la resignación como actitud de vida.