Para el médico de origen húngaro Thomas Szasz (1920-2012) sólo existe un pecado político: la independencia. Y sólo existe una virtud política: la obediencia. Dicho de otro modo, sólo existe una ofensa contra la autoridad: el autocontrol. Así, Szasz extendió su cruzada a favor de las drogas al suicidio.
En el libro Herejías, de 1983, Szasz ensaya una corta serie de premisas: “Si una persona no sabe qué hacer con su vida –dice–, puede conservarla para uso futuro o decidir que es inútil y desecharla. Es decir, consideramos razonable desechar un trasto inútil; pero consideramos un síntoma de enfermedad mental desechar una vida inútil. Lo que Szasz nos dice siempre es que el suicidio es una elección intrínseca a la existencia humana, “nuestra última y definitiva libertad”. Ahora bien, se considera que nadie en su sano juicio se quita la vida y que el suicidio es, por lo tanto, un problema de salud mental (Szasz insiste mucho en desechar la apelación a un “problema”: los nazis tenían un “problema judío”, un eufemismo con el que se designaba la persecución y el aniquilamiento; quien ve el suicidio como un “problema”, lo que hace es excluir la posibilidad de entenderlo).
En el transcurso del tiempo, las actitudes sociales ante muchas conductas cambiaron: “Lo que anteriormente se juzgaba pecado puede haberse convertido en un crimen, una enfermedad, un estilo de vida, un derecho constitucional o incluso un tratamiento médico”. Szasz recuerda que no hace mucho tiempo se creía que la masturbación, la homosexualidad y otros actos llamados antinaturales eran problemas de cuya solución se encargaba la medicina, pero con el tiempo hemos podido recuperar esas conductas de manos de los médicos y aceptarlas con comodidad y hablar de ellas.
En sus inicios, Ramón Gómez de la Serna era, como todos los poetas, ignoto, y compartía su diletantismo con otro poeta madrileño, que a diferencia de Gómez de la Serna nunca abandonó la etapa diletante y cayó en el pozo de la historia sin que nadie se haya percatado de su existencia. Cosas que pasan. Esta es una historia simple, pero de alguna forma explica por qué la senda de la fama se bifurca en caminos tan imprevisibles como el que en el agua puede tomar un pez.
Existía una rivalidad inexpresada y oculta entre ambos poetas, que vendían sus poemarios entre las mesas de los bares de Madrid. Cierto día, el poeta ignoto se encontró en la calle con Ramón. Era una de esas calles que todavía sobreviven en Madrid, de un ancho tan nimio que apenas permite el tránsito de una sola persona. Las leyes de la urbanidad indican que, naturalmente, para pasar, una de ellas debe bajar a la calle. Cuando estuvieron frente a frente, el ignoto le espetó en la cara a Ramón: “Yo no me bajo de la acera por un hijo de puta”, a lo que Ramón, dando un pequeño salto y alcanzando la calle, respondió: “Yo sí”.