Creo que es en Las dependencias, el documental de Lucrecia Martel sobre Silvina Ocampo, en donde aparecen Juan José Hernández y Ernesto Schoo contando una serie de anécdotas sobre la escritora. Al parecer, más de alguna vez, ante la llegada de invitados, Ocampo, a mitad de camino entre estar abrumada por la vida social y el despotismo, se escondía largo rato detrás de unos cortinados sólo para escuchar las conversaciones de sus convidados (si no le convencía lo oído, directamente no aparecía nunca). Debería trazarse la genealogía del miedo al invitado. En Un trasatlántico varado en el Mapocho, Cecilia García Huidobro se tomó el trabajo de compilar un amplio conjunto de entrevistas –muchas de ellas inhallables– a Joaquín Edwards Bello, el gran escritor y cronista chileno. Debemos estar agradecidos a la compiladora por su trabajo. La oralidad de Edwards Bello despliega ironía, diletantismo, inteligencia y una leve arbitrariedad. En la literatura latinoamericana, las conversaciones con Edwards Bello son sólo comparables a las que mantenía el poeta mexicano Salvador Novo –el otro gran cronista del siglo XX– como las reunidas por Elena Poniatowska en el quinto tomo de Todo México. Volviendo a Edwards Bello, en una entrevista de 1954, realizada por el escritor venezolano Felipe Massiani, leemos: “En una ocasión, había invitado a almorzar a dos amigos escritores. Lo pasaron a buscar por su casa de Santo Domingo 2315, pero se acompañaron con alguien más, contando con la vieja amistad que los unía al escritor. Llegaron a la residencia de Edwards Bello y tocaron la puerta. Alguien los miró previamente, y les advirtió por una especie de mirilla: ‘El caballero no está en casa… Salió y dejó dicho que no regresaba en todo el día.’ Era el propio Joaquín el que hablaba y quien, al darse cuenta de que con los amigos llegaba alguien con el cual no iba a sentir en la intimidad, disfrazando la voz, cancelaba la invitación a su manera”.
Rafael Gumucio, en La situación, compilación de sus crónicas literarias, recientemente publicado por las Ediciones de la Universidad Diego Portales en Chile, también agrega datos al historial de Edwards Bello: “Cuentan que cuando lo visitaban inoportunos, Edwards Bello salía a recibir con una máscara, insistiendo que el señor Edwards Bello no estaba en casa”. El libro de Gumucio está lleno de grandes pasajes y comentarios agudos, cargados de un sobrio sarcasmo (“Si un extranjero me pidiera definir la narrativa chilena en una sola palabra, esta palabra tendría que ser pudor”). Yo había escuchado la misma anécdota, pero nunca la había podido encontrar por escrito. Funciona en el relato oral. ¿Debemos creer en la fábula de las máscaras? ¿No es demasiado? A mí me parece verosímil, viniendo de Joaquín Edwars Bello. Incluso pienso que podría haber perfeccionado el método: ¿Por qué no haber desarrollado máscaras de otros escritores, en especial de los menos interesantes de su generación, como González Bastias o Ernesto Montenegro? No puedo evitar la tentación… Podríamos trasladar la escena a la literatura argentina contemporánea… Imaginemos al escritor A. disfrazado con la careta del escritor B… (Los nombres reales quedan en la imaginación de cada uno). Esa situación la conocemos en la política: a diario vemos viejos fascistas pavoneando su nueva careta de progresista nacional y popular (y a la inversa). Pero la literatura, como diría Gumucio, es más pudorosa. Volvamos ahora a Edwards Bello, una última anécdota (en verdad es siempre la misma). Cierta vez el mismo Felipe Massiani lo llamó por teléfono y como respuesta obtuvo: “Salió esta mañana y no ha vuelto…”. Pero al agregar que quien llamaba era un viejo amigo, le respondieron: “¡Oiga, señor! Viene llegando en este momento…”.