Una reunión, ¿o dos? Los dirigentes de la Mesa de Enlace volvieron ayer a la Casa Rosada, donde los recibió el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández. |
El domingo pasado dediqué la contratapa al libro La comunidad inoperante, de Jean-Luc Nancy. Hoy quiero referirme a otro de los libros del filósofo francés – A la escucha–, en el que profundiza sobre la diferencia entre oír y escuchar, desigualdad muy oportuna de recordar ante la ronda de diálogo que impulsó el Gobierno.
Escuchar es aguzar el oído, es comprender y entender el sentido de lo que se dice. Sentido como derivado de lo sensato e intención significante. El oír está asociado a la percepción del fenómeno acústico que produce el sonido, o sea, su ruido; mientras que el escuchar tiene su relación con el significado del sonido, o sea, su resonancia.
Antiguamente la música se abría en dos géneros bien diferenciados: la música oída (la de mesa) y la música escuchada (la de concierto). La música, y quizás allí resida el secreto de su hipnótico atractivo, es una evocación al tiempo. “El ritmo no es otra cosa que el tiempo del tiempo.” En su repetición se anticipa la llegada del futuro y se retiene la partida del pasado. La melodía concentra “la impresión actual y la retención de la impresión pasada que da acceso de antemano a la impresión venidera”.
Goethe decía que “la música es tiempo congelado”. Y ella es tan trascendente en nuestras vidas porque –tanto para San Agustín como para Kant o Heidegger– “la temporalidad es la dimensión del sujeto”.
“Tocar” música es hacerla “sonar”. Como ejemplo de lo importante que durante el diálogo político sería que las partes se escuchen y no sólo se oigan, en la película El concierto de Mozart se produce la siguiente escena. Un protagonista durante un concierto de clarinete dice: “Habla de alguien que está enamorado y se queja por no poder amar”. El otro protagonista pregunta: “¿Qué dice la orquesta?”. A lo que el primero responde: “Cuenta sus historias, y el clarinete, las suyas”.
Nancy se divierte con la evolución del hacer “muuu”, el mugido, con su evolución etimológica con murmurar, mascullar, mutismo, enmudecer. El equivalente humano del “muuu” es el “mmmm”, al decir de Nancy “palabra inmóvil, momificada; ni voz, ni grito, sino rumor trascendental, condición de toda palabra y todo silencio, resueno anterior a la voz en la garganta rozando apenas los labios”. Algo similar será la palabra “ajá” que la Presidenta, el jefe de Gabinete y el ministro del Interior repetirán ante los planteos de la oposición.
Para Lacan, “la voz es la alteridad de lo que se dice, lo no dicho o el silencio dicente como espacio en el cual me escucho a mí mismo”. Hegel –en Estética– decía de la música que “el oído percibe ese temblor interior del cuerpo en el cual se manifiesta una primera identidad procedente del alma”. Los conciertos son óperas sin palabras que dicen lo que las palabras no expresan.
La palabra timbre, que define el color de un sonido, viene del griego tympanon, el tamboril, y typto, golpear el tambor con el que construye el ritmo. Nancy cita a una escritora que dice: “Puedo oír lo que veo: un piano, un follaje movido por el viento. Pero nunca puedo ver lo que oigo. Entre la vista y el oído no hay reciprocidad”. Sin embargo, en la ópera más popular de Wagner, Tristán le dice a Isolda: “¿Cómo, oigo la luz?”. Hay sonidos que se propagan desde el oído a todo el cuerpo penetrándolo y produciendo emociones que una imagen no lograría generar. Sonar es vibrar.
La acusmática, característica del esoterismo, es el modelo de enseñanza donde el maestro se mantiene oculto para que el discípulo se concentre sólo en escuchar. Dios también fue designado originalmente como hablante y en el catolicismo pecado y perdón se resuelven en la intimidad secreta de la confesión auricular donde nada es imagen y todo es sonido.
Será fructífero para el país que quienes participan del diálogo, tanto el Gobierno como la oposición, se reúnan sólo para escucharse. Y no para verse o lograr una imagen: la foto, prueba de puro gesto y posible enunciación sin enunciado.