En Malvinas la guerra fue la continuación de la política; pero no por otros medios, sino por los mismos. El Ejército de la Nación se enfrentaba a otro ejército de otra nación, pero antes había combatido a las fuerzas irregulares de la guerrilla, y de inmediato a vastos sectores desarmados e indefensos de la población civil. Esta variante, la de un ejército declarado en guerra contra su propia sociedad, requiere ajustar los términos de la tan célebre formulación de Von Clausewitz. La guerra como continuación de la política, pero por los mismos medios: el terror, los tormentos, el hambre; y a mayor desvalimiento, mayor rigor y más saña. La Justicia argentina acaba de establecerlo: tras el manto de neblina, se cometieron crímenes de lesa humanidad. Como tales ha decidido contemplarlos la jueza Lilian Herraez, a cargo del Juzgado Federal de primera instancia de Río Grande, siguiendo el antecedente de la jueza federal de Comodoro Rivadavia Eva Parcio de Selemme; ante las numerosas denuncias efectuadas por ex combatientes sobre graves maltratos recibidos durante la prestación de su servicio a la Patria.
Son crímenes de lesa humanidad, y como tales no prescriben. Los estaqueos a la intemperie en el suelo de las islas equivalen judicialmente a los cuerpos maniatados en los centros clandestinos de detención. En el territorio continental, la población fue víctima de su propio ejército; allá en el sur, en el ejército, los soldados fueron víctimas de sus propios oficiales. A no pocos de estos oficiales les caben ahora las generales de la ley, dicho esto en el sentido literal de la expresión. La pulsión castrense de flagelar se desató también en Malvinas, y por lo tanto también Malvinas desemboca ahora en una exigencia perentoria y consabida: la del juicio y castigo a los culpables.
León Rozitchner lo planteó con claridad en un ensayo que escribió y publicó en ese entonces, desde su exilio en México. Había que poner en relación la guerra de Malvinas, guerra “limpia”, con la guerra “sucia” contra la subversión, para poder comprenderla en todas sus implicancias. Cada una de estas guerras podía dar su significación a la otra, y a la vez buscar su significación en la otra. Por eso la derrota en la guerra de Malvinas era no solamente un desenlace ineluctable para las armas de la Patria, sino además, y paradójicamente, una resolución políticamente ventajosa: la prehistoria de nuestra democracia actual, ni más ni menos. Las guerras perdidas cuestan, pero con el tiempo se asumen; una guerra que conviene perder, sin embargo, plantea problemas más arduos y acaso insolubles.
Varios soldados han dicho al regresar de la guerra que sintieron alivio en el momento de ser tomados prisioneros por los ingleses; no era para menos: el abrigo, el alimento y el respeto volvían a sus vidas gracias a esa circunstancia. ¿Eran héroes, eran traidores? Ni una cosa ni la otra. Eran los chicos de la guerra, y pasarían más tarde a ser los veteranos de guerra. Chicos, veteranos; pasaron vertiginosamente de la niñez a la veteranía y en el trayecto anhelaron, pero desencontraron, el brillo de algún heroísmo. ¿Qué heroísmo puede haber en una guerra que es mejor no ganar? Apenas el de un Aldo Rico, llamado así por el presidente Alfonsín, arrancándole al poder político de entonces las leyes de la impunidad, la abolición de la justicia.
La Justicia ahora se pronuncia y dice que hubo crímenes de lesa humanidad en Malvinas. Los soldados aparecen así como víctimas de guerra, ya que no como héroes de guerra; pero víctimas de sus propios jefes, y no de las tropas enemigas. Las otras opciones posibles se encuentran en la literatura: son los soldados subterráneos de Fogwill, los soldados de videogame de Carlos Gamerro, el cínico impostor de Juan Forn, el prisionero voluntario de Rodrigo Fresán, el voluntario a destiempo de Osvaldo Lamborghini, el desertor de Marcelo Eckhardt, los locos multinacionales de Patricio Pron, el Juan López que era John Ward de Borges. Esa verdad de la guerra, patinosa, escurridiza, algo incómoda, bastante crítica, habita en la literatura ya desde 1982 y hasta el presente. La otra verdad, la de los hechos reales como tales, la verdad fáctica que se deja constatar si se investiga, es la que se decide a buscar la justicia a partir de ahora.
La justicia llega, pero tarda. La literatura, en cambio, se adelanta, se anticipa, es visionaria; pero llega poco, apenas al puñado de miles que entre nosotros compran libros y los leen.