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nostalgicos

Literatura y catástrofe

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Me escribo con un amigo escritor. En la distancia, mi amigo me comenta sus lecturas de verano. A diferencia del año lectivo, cuando dicta cursos sobre escritores apasionantes y arduos siguiendo la divisa de Libertella que tanto aman los criptógrafos (“Sólo lo difícil es estimulante”), apenas aprietan los calores se sumerge en esa clase de novelones que van de Cristo a Longinos, a templarios, a nazis, a Santo Grial, a conspiración para mantener vivo y criogenizado a Hitler, cabeza abajo y haciendo el 69 con Walt Disney, sumergido en el mismo tacho. Su impresión es que, conociendo el esquema, cualquier chambón podría ganar fácil millonadas redactando esos mamotretos. Pero lo disuasivo del asunto es que, como el esquema es minúsculo, la proeza real del emprendimiento es llenar los centenares de páginas necesarias para cumplimentar el novelón; “páginas innecesarias pero de hecho imprescindibles: por eso los que se vuelven millonarios son los escritores malos”.

Adhiero a su afirmación: le digo que los escritores malos son los verdaderos atletas, porque conciben la escritura como un oficio y como una transpirada carrera de postas; en cambio, los escritores que aspiramos a ser artistas tenemos la nostalgia de lo perdido, la poesía (que no es necesariamente la bella frase sino el desplazamiento de simetrías e irregularidades, el agujero donde palpita el universo). Por lo que, a cambio de hacer flexiones escribiendo libros previsibles cumplimos el previsible destino de genuflexionar nuestras vidas desempeñando trabajos que excluyen la escritura: ambicionamos escribir esa clase de libros que nadie en su sano juicio quiere leer. Todo escritor verdadero desespera por el dinero al que se niega porque la naturaleza de su arte, en un extremo, implica la falta de percepción pública, la falta de efecto… excepto sobre sí mismo, el único tocado por su obra. El artista supremo sería –paradójicamente– un maestro de la autoayuda.

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