El curso cambiante de una novela que exige la implementación de simulacros de saber me obligó a recurrir a las páginas en expansión de la enciclopedia universal de nuestros tiempos: Google. A diferencia de las enciclopedias antiguas, impresas, de paciente actualización anual, redactadas con criterios de calidad, claridad y rigor por los autores más adecuados a cada asunto, Google es una selva oscura donde proliferan la repetición, el plagio, la afirmación no fundamentada y la directamente alucinada, bajo la apariencia de la remisión a la noticia inmediata. El sereno saber expositivo de la Enciclopedia Británica le permitió a Borges brindar la apariencia de ser dueño de venerables conocimientos resumidos y extensos; en cambio, si uno apela a Google, puede perderse en páginas y páginas de pequeñísimas variaciones, que van agregando información y disparate. Su única ventaja, conceptualmente hablando, es que en las páginas temáticas sensatamente organizadas hay una serie de enlaces que remiten a otras páginas, que remiten a otras, lo que permite una serie de combinaciones que abren a otros temas... y aquí tendríamos un procedimiento narrativo, o al menos un proyecto (mío): la pluralidad de temas engarzados postula una novela infinita, escrita por un concilio universal de escribas (muchos de ellos ineptos) y editada constantemente por un autor, que en algún momento muere (no será mi caso) mientras el libro se sigue escribiendo.
En fin, lo que pretendía decir en mi breve introducción es que, al fin y al cabo, lo mejor de Google aparece cuando una buena página remite a un libro que acorta la búsqueda y remite a los ordenados confines de la bibliografía. Así estaba yo, perdido por motivos narrativos en la feliz España anterior a 1492, cuando al Reino de España (aún no decidido a seducir a Cristina la Hermosa), se le antojó expulsar a moros y judíos de la Península, lo cual sirvió incidentalmente para dispersar los saberes de la cábala por toda Europa. Googleando en esa feliz utopía conviviente, me encontré con Abraham Abulafia y Raimundo Lulio. Uno, el venerable judío sefardí, concibió la cábala extática, donde todo vínculo con Dios y todo saber se deriva no de la “correcta interpretación” de los sentidos ocultos de la Torá sino de la combinación incesante de sus letras en una permutación que podría asimilarse al ejercicio también místico de la poesía. El otro, el docto catalán católico, trató de jinetear esa fértil modalidad inspirada aplicándole el cerrojo de una máquina gramatical –hecha de ruedas y tarjetas giratorias– que organizaba sintácticamente las afirmaciones teológicas, con el fin de probar al mundo la superioridad indiscutible de su fe (y murió apaleado por los sarracenos un día en que se le ocurrió evangelizarlos a las puertas de una mezquita).
El asunto era complicado. Por suerte, Google me linkeó a La búsqueda de la lengua perfecta, de Umberto Eco. Fui a la librería, dichoso, con la certeza anticipada de que allí encontraría todo lo que andaba necesitando. Y lo encontré. Pero, además de mi libro, había una mujer, la más hermosa que vi en años, o en meses. Sin exagerar, era la chica más bella que había visto en la última semana. Estábamos, yo en la cola con mi libro de divulgación, y ella, primera a pagar con una pila de los suyos, una torre de Babel ascensional del saber, y en la cima destellaban unas Investigaciones... de Wittgenstein. Por supuesto, me sentí ruin, pobre, analfabeto. Yo, Google, ella la enciclopedia de dones de la humanidad. Hubiera debido hablarle, pero me fui en silencio. Me había quedado sin palabras.