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Apuntes en viaje

Mapa papel

Se ubican en el centro dos mujeres sin edad revestidas con sus tradicionales yukatas vesperales; el lazo (obi) grueso que por la parte de atrás se anuda como un moño

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Mapa papel. | Marta Toledo

Aterricé en Tokio en mayo de 2016. Había preparado el viaje con mucha antelación porque los relatos de conocidos que hasta allí se habían estirado –más algún raspaje en los blogs de moda- no hacían más que alimentar lo que finalmente confirmé en suelo nipón: los japoneses no hablan inglés y el sistema ferroviario es tan majestuoso que resulta incomprensible, perturbador para un latinoamericano. Para colmo había decidido no contar con internet en el teléfono, un riesgo que comenzó por complicarlo todo, pero con el correr de los días acabó por ser enriquecedor. Aquel fue mi último viaje analógico.

Tokio condensa a diario unas 20 millones de personas si a los 9 millones que allí viven sumamos los que ingresan de otros departamentos para trabajar o estudiar. Depender del teléfono solo para capturar imágenes y no para chatear, permanecer online en redes sociales o quedar abducido por el gps implicaba una dinámica quirúrgica. De modo que extendía el mapa impreso, marcaba el o los puntos que quería visitar en ese momento y, con la orientación cardinal que arrimaba el sol, me lanzaba; cuando así lo decidía, suspendía la marcha tan solo para observar, detenerme en los detalles. De repente me di cuenta que mi horizonte imperceptiblemente se ampliaba y florecía. Fueron unos días muy dichosos.

Las semanas siguientes las viví como en un sueño. Ya no estaba dentro de mi piel sino afuera, extasiado. No tardé en comprender lo vanas que habían sido todas mis conjeturas, tanto aquellas que engordaban las libretas, como las que eché a rodar por el precipicio de la insensatez. Procuré dormir sin dormir. Cerrar solo un ojo y quedar así, metiéndome en los callejones de ese sueño en trozos.

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En una de las pocas fotografías que atesoro de ese viaje (soy muy desordenado con mis registros, sean estos notas o imágenes) se ubican en el centro dos mujeres sin edad revestidas con sus tradicionales yukatas vesperales; el lazo (obi) grueso que por la parte de atrás se anuda como un moño. Están paradas al lado de una de las tantas máquinas expendedoras de bebidas sembradas en toda la ciudad, patrocinadas por Coca-Cola. Una de las chicas, ligeramente inclinada hacia adelante, descubre el antebrazo derecho para penetrar con la mano en la ranura que despide ese instante de felicidad envasada. Conservo la imagen solo porque la incluí en un posteo que imprimí entonces en mi cuenta de Instagram, que complementé con el texto “Lo que dejó la bomba de Hiroshima”.

Mientras buscaba mejor ángulo para mis tomas (recuerdo haber disparado la cámara del teléfono una decena de veces), escuchaba el ruido que hacía al beber su infusión un sujeto –presumo el dueño- en la puerta de un local de ropa, sonidos apagados en cierta manera. El tipo caminaba en círculos cada vez más grandes, siempre con la taza en la mano. De súbito detuvo la marcha, me miró e hizo un gesto de desaprobación. No pude precisar entonces si fue por mi intromisión con el celular o porque no acordaba con la elección de las chicas. Como sea, mis muslos, blandengues por la extensa caminata matinal, me obligaron a sentarme en la vereda, y escapé de la escena.

Esta semana leí Una novela real, en la que Minae Mizumura retrata con solidez y swing los cambios ocurridos en la sociedad japonesa de posguerra durante la ocupación del general McArthur. Un puñado de años que machacaron en la psique del japonés: la angustia por la derrota, el incomprensible culto ciego al Emperador y una certeza: el american way of life te eleva. La emulación y mimetización, el culto a Occidente se propagó como reguero de pólvora.