Caminaba por la calle, apurado por volver, como siempre, al refugio del hogar. Eran las ocho de la noche y un vendedor de medias me detuvo, me ofreció su mercancía y casi sin que llegara a responderle, siguió de largo. Era un vendedor abatido, como casi todos los que llegan a la noche después de trajinar durante horas las calles de Buenos Aires. Se me ocurrió agenciarme un par de medias y hablarle, así que lo alcancé a unos metros, cuando un transeúnte lo rechazaba agitando la mano. Algo en el tono con el que me había interpelado me hizo pensar que era un hombre habituado al diálogo socrático, como sucede con algunos taxistas.
Me contó que era el primer juego de medias que vendía en el día y tenía seis hijos para alimentar en El Palomar. Lamentó en voz alta no haberle obedecido a su padre y no haber ejercido un oficio. “El me decía que estudiara y yo solamente quería jugar a la pelota. Me arrepiento tanto de no haberle hecho caso, por lo menos heredar su oficio, era uno de los pocos plomeros que sabían soldar bronce”. Intenté consolarlo diciendo que todos los niños quieren jugar a la pelota y que tampoco era tarde para incorporar un oficio. El me contestó que se daba maña con la electricidad de automóvil.
No sé por qué a veces, arrastrado por la piedad, trato de incidir en la vida de los demás. Le hablé de cursos de formación profesional gratuitos que daba el Estado. Había alguno de mecánica y de electricidad automotriz muy concurrido en Boedo; de hecho yo había pensado en hacer un curso de auxiliar de mecánico en bicicletas. Me miró con ironía y remarcó: “No es lo mismo una bicicleta que un auto, ¿cómo puede haber un curso para arreglar bicicletas?”. Le expliqué que, aunque no pareciera, una bicicleta tenía tantas partes como huesos el cuerpo humano.
El respondió que no lo convencía estudiar nada a esa altura de la vida. De hecho estaba de a poco reparando su propio auto, un VW Senda modelo 91, para volver a sus épocas de oro, cuando viajaba a Junín a ofrecer las mismas medias que en la ciudad de Buenos Aires nadie le compraba. Tenía la llave del éxito pero no podía aprovecharla por culpa de un par de rulemanes atrofiados en el tren delantero. Solía parar un día en la estación del ACA, donde todos lo conocían y se formaban colas de autos para comprarle. “Si viviera ahí me haría rico, llegué a vender diez mil pesos en un día.”
Me vi en la obligación de advertirle que quizás el secreto de ese éxito residiera en el período que dejaba entre visita y visita. En ese lapso creaba la necesidad de medias a precio promocional en la población. Si todos los días se apostaba en la estación, probablemente la demanda comenzara a bajar hasta que un día ya no lo verían más. Quizás con suerte vendiera en una semana la misma cantidad de medias que en un día en sus épocas de oro. Me miró absorto y me contestó que lo mío era un argumento pesimista y una apología del ocio. “No, simplemente una estrategia”, le contesté. Le recomendé aprovechar la cercanía con otros pueblos de la pampa y dividir la semana, tal como solían hacerlo los míticos viajeros de comercio y los comisionistas, parar en Rojas, en Pergamino...
“No, yo solo vendo en Junín. Ahí la gente me conoce”.
Se me ocurrió pensar que de pronto esa cerrazón escondía una manía y que nunca había estado en Junín, ni en ningún otro lado. Y que ese auto en el que tanta esperanza depositaba era uno de los tantos esqueletos que adornan los mitos de amor y destrucción del Conurbano.