En Valdivia, a ochocientos kilómetros al sur de Santiago de Chile, se desarrolla el festival de cine más austral del mundo. El dato no tendría mérito, si no fuera porque el FIC Valdivia se ha transformado en uno de los más interesantes del continente. Aunque tiene diecisiete años de vida, ha virado recientemente hacia un perfil moderno que le permite ser (con el Bafici o el efímero Ficco mexicano) uno de los más conectados de la región con la actualidad del cine contemporáneo y con la circulación de películas, cineastas e información de primera categoría.
El festival es chico (cien películas, cinco días de exhibición), pero la programación es de punta. Así, uno puede ver en Valdivia Film socialisme, la última de Godard o Uncle Boonmee who can recall his past lives, de Apichatpong Weerasethakul, el exquisito tailandés que viene de ganar en Cannes. O seguir la retrospectiva de Júlio Bressane, ignorado cineasta brasileño cuya impredecible y luminosa creatividad lo llevó a alternar entre un homenaje al cantante popular Mario Reis, la vida de San Jerónimo y los tórridos intercambios eróticos entre tres personajes encerrados en un departamento. O asistir al lanzamiento de un frondoso libro sobre Raúl Ruiz coeditado por el festival. También se puede ver en Valdivia la producción local más reciente, incluyendo El pejesapo y Mitómana, de Carolina Adriazola y José Luis Sepúlveda respectivamente, ejemplos de un cine radicalizado en las profundidades de la sociedad chilena.
Pero, un festival de punta, debe cumplir con otro requisito y darle un lugar preponderante a lo que, a falta de un término mejor, se suele llamar “la industria”. Es decir que debe servir como punto de encuentro para futuras producciones y como centro de entrenamiento de los jóvenes talentos cuyas películas habrán de nutrir las próximas ediciones de ese y otros festivales de punta. Así es como en los últimos años proliferan los talleres y los cursos que funcionarios y productores europeos acompañados por veteranos del sistema imparten a la clientela juvenil del subdesarrollo, en los que enseña cómo deben ser las películas para ingresar y permanecer en el circuito del profesionalismo off Hollywood. Esos talleres se complementan con la posibilidad de recibir premios en dinero o en especies mediante concursos que recuerdan a los deportes extremos. El más popular es un procedimiento llamado pitching, ordalía de inspiración medieval que impone a los participantes la exposición de sus proyectos en condiciones difíciles, ante un auditorio de pirañas bien alimentadas y dispuestas a explotar en futuras coproducciones el impulso de los ambiciosos aspirantes a cineasta. El austraLAB, la versión valdiviana del sometimiento a las nuevas reglas, incluye entre otros juegos peligrosos uno llamado “Foro de coproducción” en el que “la totalidad de la exposición debe ser hecha imperativamente en un máximo de siete minutos”. Si suena difícil, no hay que preocuparse: en los días previos, los candidatos participan de un taller destinado a “prepararlos para la presentación de sus pitch”, como se puede leer en el catálogo. El premio al ganador de este tormento es la posproducción de la película en la Villa del Cine, el centro cinematográfico venezolano creado por el Comandante Chávez. Nada tienen que objetar a esta propuesta los funcionarios de la derecha chilena. Para el cine de punta no hay ideologías: si el adoctrinamiento y la uniformización son tradiciones de la izquierda, la derecha liberal las acepta con entusiasmo, porque contribuyen a desarrollar el mercado. No importa demasiado que Godard, Bressane, Apichatpong o Ruiz, los cineastas que justifican la existencia de los festivales de punta, serían seguros candidatos a perder en cualquier pitching.