Si algo le debía Hugo Moyano a Néstor Kirchner, lo ha pagado con el asesinato del militante del Partido Obrero Mariano Ferreyra. Demasiado alto el precio, ya que el jefe camionero pasó –en la jerga de su negocio– de “vivo” a “gil de lechería” con la velocidad de la luz, de ser alguien al que nadie le compra un auto usado a transformarse en alguien que nadie le acepta un auto regalado. Justo, además, cuando su estrella parecía fulgurar luego del masivo acto en River junto al matrimonio Kirchner, vestidos no precisamente de progresistas, y asistido el jefe sindical por algunas bandas características del universo futbolero. Era figura, además, por impulsar un proyecto legislativo –casi sin oposición cierta del sector empleador– que le permitiría revolver números contables en las empresas y obtener un diez por ciento de ganancias. Se gana dinero y, pensando en votos, quizás el ardid fuera más importante para los Kirchner que para él.
Pero hubo un fulminante descenso del camionero. No ocurrió simplemente porque un gremio de su sector, el ferroviario, comandara la violencia a tiros que acabó con un joven socialista muerto. Ni siquiera fue sacudido porque el jefe de ese mismo sindicato, José Pedraza, comparte con él la rentable explotación de una concesión ferroviaria (junto a Francisco Macri, entre otros empresarios) merced a que, en su momento, la dupla Néstor-Julio De Vido los impusiera como integrantes obligados del consorcio. Inclusive, casi ni se mencionó en los medios esta curiosa integración económica y el vínculo que los reconoce. Tampoco se aludió a la escasa voluntad de la CGT para cuestionar el viejo sistema de “tercerización” que habilita el gremio ferroviario y, en el cual, hasta se benefician algunos de sus dirigentes, en complicidad con la tutela estatal. Nada parecía hacerle mella.
Pero se desintegró. Como un lelo (“chirolita” sin cerebro, dicen sus amigos), Moyano se disolvió al repetir y amplificar la acción psicológica montada por un afiebrado colaborador oficialista que falseó información sobre Eduardo Duhalde para imputarle la responsabilidad oculta del crimen (justo a él que la denominación “autor intelectual” le sirvió, en su momento, para la escalada política). En esa jugada acusatoria, reiterada a voz en cuello por el jefe de la CGT, se pretendió armar además –como anteriores veces– la existencia de un embrión conspirativo para voltear al Gobierno. Difícil de creer hasta por sus intérpretes, rechazada inclusive por miembros del mismo Gobierno que la hizo divulgar; Moyano, sin embargo, se instaló como el principal vocero del fraude. Tanto servilismo ciego hundió al sindicalista en 24 horas, el comunicativo “trabajador que alguna vez tiene que llegar a la presidencia” desapareció en silencio de escena, eludió flashes, micrófonos. Pero la carga de esa vergüenza (o la falta de ella) no sólo afectó a Moyano, como un virus demoledor castigó al resto del movimiento obrero organizado, lo contagió de la repulsa colectiva. Como si todos fueran iguales a él, avizorando quizás que este inescrupuloso episodio pudiera revivir derivaciones semejantes al de la muerte del soldado Carrasco, aquella víctima talada que determinó luego el fin del servicio militar obligatorio.
Ya venía guapeando Moyano en la senda de la más cerril obediencia debida, en la tarea de llevarle la manzana a la maestra, cuando lo cascoteó a Daniel Scioli junto a ministros, gobernadores y otros intendentes lenguaraces sólo para mostrar lealtad con el instructor de esa campaña. Kirchner, por supuesto. Para cumplir, también se anotó para fustigar groseramente a Julio Cobos (algo así como “no te vamos a dejar gobernar si te toca ganar el año próximo”), a pedido del cocinero. Cierto delirio anidaba en la cabeza, fuese la del autor intelectual o la del mandadero. Siguió, engreído, en su convicción de todopoderoso para defender el proyecto de ganancias por TV; frente a un abogado especializado que representa empresarios, hasta discutió con tecnicismos que quizás le aportó un hijo letrado menos beligerante y más sabio que sus dos hermanos mayores. Parecía imparable para defender el bolsillo de los obreros (máxima de Jimmy Hoffa) y, si bien fingía calzarse los guantes, en secreto negociaba la venia patronal para su proyecto, en busca de alguna transacción típica con sus pares.
Finalmente, Moyano procedía como en la escuela de Chicago –obvio, no la de Milton Friedman–: apremiando a las empresas (como en los supermercados) para trasladar personal de otro gremio al suyo, arrancando más salarios, garantizando, a cambio del pago, que nadie –del PO, de la CTA o de lo que fuera– hará paro o huelga. Se diría que vendía protección. Cara, pero la mejor.
Pero ocurrió el crimen de Ferreyra y, por su estupidez seguidista al Gobierno, terminó al frente de la manipuladora campaña de prensa, quizás una de las peor montadas en la historia, entregado a un felpudismo que ni en los más irascibles tiempos del Perón de los 50 se les demandaba a los dirigentes sindicales. Por las evidencias del asesinato, no podía defender a sus amigos, socios o distribuidores de dividendos con él; ni a su propia cultura gremial, ya que lo de los ferroviarios es un símil de camioneros. Por lo tanto, optó por la maniobra más torpe y evasiva, la que dictaba el Gobierno para exculparse, echando barro sobre otros para no enfrentar una felonía imperdonable entre trabajadores: desde un sindicato se baleaba y mataba a cesanteados de ese mismo sindicato.
Se hizo entonces Moyano cómplice y protagonista principal del oficialismo que diseñó el fraude: mencionó como ciertas las alteraciones de fechas en una nota del diario El Cronista, que enlazaban a Duhalde con Pedraza, a un presunto complot de ambos e indujo a sospechar que el ex presidente –junto a Francisco de Narváez, dueño del medio– se confabulaba para incentivar al Partido Obrero en sus reclamos y, de paso, provocar muerte, caos y la disolución del Gobierno. Demasiado naïf el montaje. Y peligroso, ya que condenaba, insinuaba venganza y pedía retaliación contra inocentes (al menos en este caso). Moyano confirmaba, quizás sin advertirlo, una reciente solicitada de Felipe Solá, quien lo trató de corrupto y delator. Dentro de la CGT miran incómodos el rol de su líder: en horas, los desbarrancó a todos, les restó crédito, los ubicó en la vidriera para que la sociedad les arroje tres piedras por un peso.