El fútbol comenzó como una actividad placentera para quienes lo practicaban. Es posible –según lo sugieren los historiadores del deporte– que hasta que se instaló la noción del sentido de equipo, la competencia entre individualidades dificultaba la acción organizada de esa colectividad de once.
Pero finalmente las reglas del juego fueron establecidas y con la football association quedó instalado un sistema donde lo interesante no es solo disfrutar de un partido y eventualmente ganarlo, sino competir en una liga que vincula a muchos equipos y donde los resultados se miden tanto o más en el agregado de un torneo que en cada encuentro particular.
Para financiarse, el sistema requirió que los espectadores pagasen la entrada.
El sistema incorporó entonces al público, personas dispuestas a disfrutar de un genuino entretenimiento visual y estético y eventualmente a dejarse llevar por pasiones, a veces desatadas sin límite, y a generar fenómenos de identidad colectiva y de proyección simbólica.
La football association fue una primera combinación de distintos elementos: jugadores de fútbol disfrutando de la práctica de su deporte, torneos organizados y espectadores que forman parte del sistema.
El paso siguiente fue que los jugadores no jugasen tan sólo por placer sino también por motivos económicos. Llegó la profesionalización y la transformación del juego en un negocio.
En el camino aparecieron los medios, la prensa escrita primero, y después, y más importante, la radio.
Recuerdo el día, allá por 1951, cuando el Seleccionado argentino jugó en Londres contra el seleccionado inglés (el día que hizo famoso en el mundo al arquero Rugilo, “el león de Wembley”).
Esa mañana, en el colegio secundario, el rector suspendió las clases y por los altoparlantes del colegio se escuchó la transmisión radial del partido. Hacía un frío de aquellos inviernos, pero ni una sola alma se resistió a pasar esas dos horas a la intemperie, en el patio del colegio, escuchando el partido en directo.
Un cambio total. Después entró la televisión. Para hacer la historia corta, la televisión empezó a cambiarlo todo. Redefinió el negocio y redefinió el mercado: lentamente, lo fue globalizando.
A principios de los años 50 comenzó el drenaje de futbolistas argentinos: bajo el gobierno de Perón se fugaban a Colombia, por el Tigre.
Desde hace ya algunas décadas, no necesitan “escaparse”, simplemente son transferidos a los países que pueden pagarlos.
Es la televisión lo que hace eso posible; sin ella no existiría el mercado mundial que lo sostiene.
La publicidad entró también en escena, y en muchos casos fue su principal sustento, tal como ocurrió en general con los medios de prensa.
Cuando el negocio se reveló atractivo, la natural propensión a buscar posiciones monopólicas generó, en muchos países, la respuesta regulatoria.
Desde hace décadas, en casi todas partes, los clubes, actores imprescindibles del sistema, encuentran dificultades para financiarse sustentablemente; las Asociaciones del Fútbol deben inventar respuestas al problema, ya que sin los clubes no hay fútbol; las regulaciones notoriamente suelen ser insuficientes o precarias, porque las administraciones de esas sociedades civiles o comerciales que son los clubes a menudo son corruptas y fraudulentas.
Alguna que otra vez el juego pierde su esencia deportiva porque se corrompe a los jugadores o a los árbitros.
En muchas partes, del lado de los espectadores suelen formarse “hinchadas”, las cuales se entiende universalmente que hacen a la esencia del espectáculo; pero dentro de ellas suelen desarrollarse unos cuerpos extraños –“barras bravas”– que, como cánceres invasivos, lo carcomen todo y acaban arruinando el espectáculo.
Como el sistema tiende a funcionar mal, tolera y muchas veces alienta a esos cuerpos destructivos y de ese modo se va destruyendo a sí mismo.
A veces, la salvación proviene de la firmeza de la autoridad regulatoria; otras veces, de ese público genuinamente interesado y comprometido con el fútbol que busca recuperar el control de sus clubes y mejorar la calidad administrativa de las asociaciones.
También se asentó en el sistema del fútbol otra industria de larga vida en el mundo, el juego.
Por un lado, lo contaminó, y por otro lado, siendo un buen negocio, llevó a los actores protagónicos del sistema del fútbol a reclamar regulaciones que reconozcan su parte en el valor agregado total de la industria del juego vinculada a ese deporte. Comprensible, pero complicado de instrumentar.
El negocio hoy. Los negocios de la cadena del fútbol pasaron a organizarse sobre otros componentes que los conocidos hace cincuenta o cien años.
Los jugadores en la cancha siguen siendo veintidós individuos que saben jugar al fútbol; los espectadores que asisten a los partidos siguen alentándolos, les infunden moral o los desmoralizan, y hacen posible la identidad del club que los cobija.
Pero el negocio no lo sostienen ni unos ni otros de esos actores; lo sostiene la televisión. ¿Cuánto puede valer jugar bien al fútbol delante de unos cientos o miles de espectadores?
Lo que se quiera, pero no mucho más que el valor más alto imaginable que se computa sobre la base de una hora de actuación calificada.
Vale inmensamente más que eso porque existe la televisión y existe un mercado global.
Si vale lo que hoy se paga es algo que está en discusión; es posible que estemos ante una de tantas burbujas que mueven el mundo hacia arriba y hacia abajo; pero, en definitiva, eso es lo que se paga.
Administrar los negocios que integran esa cadena de valor es extremadamente complejo. Se necesitan, ante todo, jugadores.
En segundo lugar, espectadores entusiasmados; quienes pueden concurrir a un estadio cada semana en cada lugar del planeta no alcanza, es preciso construir un mercado mediático de magnitudes inconmensurables.
Hay que sostener el flujo de ingresos y egresos de quienes pagan a los jugadores, quienes pagan las transmisiones, quienes administran cada eslabón y quienes administran los clubes que organizan los equipos, quienes administran las ligas y sus torneos, quienes establecen las reglas y quienes vigilan su cumplimiento, quienes generan ingresos, quienes administran los gastos, quienes se ocupan de la seguridad…
El fútbol necesita personas con las habilidades para manejar la pelota, y el negocio las busca ávidamente en todas partes del planeta y procura captarlas cuando son aún muy jóvenes, en primer lugar para aventar el riesgo de que elijan otros caminos en su vida, en segundo lugar para tornar rentable la inversión.
Esos individuos, una vez convertidos en jugadores profesionales, dependen de un sistema organizado que ellos no pueden controlar.
Eventualmente pueden llegar a ganar muchísimo dinero, pero aun así otros extraen una parte muy grande del valor que ellos generan.
Algunas veces los gremios de futbolistas amenazan con huelgas, hasta Maradona coqueteó alguna vez con la idea de romper el sistema de la FIFA… pamplinas, en definitiva, porque el valor que el mercado les asigna a los jugadores no depende de que ellos jueguen bien al fútbol, ni siquiera de que millones de personas disfruten viéndolos jugar desde las tribunas o sobre todo desde la pantalla del televisor, sino de que el sistema exista.
Como el sistema contiene varios ribetes poco transparentes, en casi todas partes se sospecha, y a menudo se alega, que hay componentes ilícitos del negocio.
En muchos países la administración de muchos clubes es escandalosamente deficitaria y abrumadoramente corrupta. Quién paga esos déficits es otro asunto borroso.
Por ejemplo, en la Argentina de hoy, se discute a diario cuánto costará a los contribuyentes la “estatización” de la transmisión de los partidos una vez disuelto el monopolio de una cadena de prensa; sin embargo, casi no se habla de cuánto costaba a los contribuyentes el déficit de los clubes; y de eso se habla poco, a mi parecer, porque no se sabe cuánto era, o cuánto seguirá siendo.
La política en escena. Un costado de todo este vasto tema es, claramente, el de los negocios que se generan. Hay otro costado, no menos central: los intereses políticos que buscan réditos en él.
A menudo se leen referencias a las conexiones entre el Mundial de Italia de 1934 y el régimen de Mussolini; a veces se oye hablar de los lobbies que se movieron detrás del Mundial de Estados Unidos de 1994, o del interés del régimen militar argentino por el Mundial de 1978; o del increíble caso de un dictador africano que quiso condenar a morir fusilados a los jugadores de su país que habían perdido una copa; y demás.
Esos son casos extremos de un fenómeno recurrente: la política interfiere en los negocios del fútbol continuamente, en casi todas partes. Interfiere, embrolla, resuelve o complica las cosas. La política entra en el sistema del fútbol, en principio, porque las sociedades demandan regulaciones en protección de derechos, o supuestos derechos.
Los menos discutibles, los más consensuales, son los relativos al control o limitación de los monopolios, aunque también en este plano suele haber “cortocircuitos” contradictorios cuando aparecen en escena sentimientos nacionalistas que hacen tábula rasa de principios generales.
La política a veces también entra porque los políticos, y hasta los gobernantes, son seres humanos normales –algo que muchos de ellos mismos se resisten a creer– y se ven desbordados por sus propias pasiones.
También la política entra en escena en el sistema del fútbol por una idea a menudo difundida y aceptada: que el fútbol suma o resta votos, o popularidad, e incide en la suerte de un gobierno.
Una de las primeras leyes propuestas al Congreso Nacional elegido en 1983, cuando se restableció la democracia, fue la que promulgaba la suspensión de los descensos en los campeonatos de la AFA; no llegó a tratarse.
En muchísimos casos, los gobiernos buscan que sus países sean designados sede de un mundial de fútbol (como de otros deportes) porque calculan que el gasto que demandará organizarlo –siempre a costa de sus contribuyentes– será compensado con creces con los réditos políticos de ser sede de un mundial y, en el escenario de máxima, que la selección nacional obtenga el título.
La Argentina hoy: televisión y política. En la Argentina de nuestros días la política volvió al fútbol a través del control de la televisación.
Todos conocemos la historia; pocos, sostienen convicciones firmes acerca de lo que conviene hacer.
La relación entre la AFA y el monopolio mediático que ejercía los derechos de transmisión entró en crisis. La AFA quiso rescindir el contrato y buscar una alternativa más conveniente para la parte del negocio que podría llevarse el fútbol, que por lo demás está a su vez en crisis financiera en muchos casos terminal.
La solución, a priori, parecía difícil: alguien debe estar dispuesto a financiar cuantiosos déficits de la AFA y los clubes bajo una altísima prima de riesgo. En un país que establece un piso de riesgo altísimo para los estándares del mundo actual, no es fácil encontrar emprendedores dispuestos a invertir en un negocio abierto a la competencia.
El Gobierno inicialmente dio señales de que el problema no era de su incumbencia; pero de inmediato se involucró, por razones políticas, ya que una de las partes es el grupo mediático a quien el Gobierno declaró enemigo número uno. Oportunidad servida en bandeja para intervenir y facilitar la solución: que el Estado argentino absorba los riesgos y financie las licencias.
La politización del mensaje fue en línea con el eje discursivo central de la Presidenta de la Argentina: todo lo que hace y decide su gobierno es para el bien de los pobres.
También en línea con su propensión a dramatizarlo todo en términos de algunas metáforas que le son favoritas, así como hace poco equiparó las críticas del periodismo a su gestión con “fusilamientos”, ahora comparó el embargo televisivo de los goles con los desaparecidos bajo la represión de la dictadura militar. Todo muy dramático, épico y debidamente politizado.
El resultado de esas acciones todavía no lo conocemos.
Por lo pronto, parece claro que esa construcción discursiva tiene sin cuidado a la inmensa mayoría de quienes siguen estos asuntos con interés.
Hay comentaristas que presumen un rédito político, por el hecho de que, efectivamente, los millones de espectadores a quienes el fútbol realmente les interesa se sienten mejor servidos con el aumento de la oferta de la televisación de los partidos y la repetición de los goles.
No hace falta estar a favor o en contra del Gobierno ni simpatizar o no con la cadena de prensa afectada por la rescisión del contrato, ni simpatizar o no con el presidente perpetuo de la AFA; simplemente, se trata de disfrutar del fútbol, y no hay duda de que son realmente millones los que lo hacen y están más felices si pueden hacerlo con menos restricciones, embargos y “secuestros” de los goles.
Ahora, cuánto rédito político para el Gobierno deriva de todo esto, es incierto.
Dudas. Aquí aparecen dos dudas: la primera, en línea con el argumento de la Presidenta, es cuál es la tasa de “pobres” que miran fútbol por televisión dentro de la masa total de telespectadores.
La presunción es que es la misma proporción de “pobres” que hay en toda la población; si este supuesto es correcto, entonces estamos ante un caso similar al de casi todas las cosas que subsidia el Gobierno: para favorecer a los pobres se favorece a todos, lo cual parece tan poco consistente con la noción de la justicia distributiva que ni merece comentario.
La segunda duda es si quienes están más felices desde que pueden ver más fútbol y más goles los sábados y domingos modificarán por ello su actitud hacia el Gobierno.
La presunción es que no; una buena referencia al respecto es lo que ocurre con las dádivas que se distribuyen antes de las elecciones; quienes las reciben se las llevan a su casa, pero votan como se les da las ganas.
Suponer que alguien puede cambiar sus preferencias políticas porque le “regalan” fútbol por televisión implica que las que tenía formadas antes de eso estaban relacionadas con el mismo hecho, lo que es un absurdo.
Estas cosas ni siquiera influyen en las actitudes o preferencias relativas a la política interna del fútbol, ni menos aún a las relativas al multimedia afectado en este tema.
Es más que dudoso que alguien haya dejado de comprar Clarín, por decir algo, en represalia por su posición monopólica en el manejo del fútbol por TV; ni siquiera hay evidencias de que los lectores de Clarín o de otros medios de prensa controlados por ese grupo hayan votado en forma distinta que el promedio de la población.
El Gobierno puede sentirse “fusilado” y puede aspirar a una recompensa de los votantes por haberlos “liberado” del secuestrador de los goles, pero la verdad se conocerá el día de la próxima votación.
El 28 de junio está visto que el Gobierno no se sintió “fusilado” por el electorado, pero bien debería tomar nota de cómo le fue ese día y preocuparse un poco menos por sus adversarios mediáticos.
*Sociólogo.