“El significado y la expresión ‘golpe de Estado’ ha cambiado con el tiempo (…) Presenta diferencias que van desde el cambio sustancial de los actores (quién lo hace) a la forma misma del acto (cómo se hace)”. En su ya célebre Diccionario de ciencia política, Norberto Bobbio, Nicola Mateucci y Gianfranco Pasquino dan cuenta de la metamorfosis que se evidencia en los golpes de Estado producidos en los últimos siglos, cuando el rol de las fuerzas armadas desaparece como actor principal y principal beneficiario del cambio de régimen. Sin tanques en las calles ni militares en los palacios presidenciales, el debate sobre cuándo se produce un golpe de Estado parece ser más complicado.
¿Una protesta callejera que reclama el fin de un gobierno puede ser entendida como un golpe de Estado? Es curioso advertir que los que responden afirmativamente no coinciden cuando la marcha opositora se realiza en Caracas contra Nicolás Maduro, o cuando se realiza en Madrid contra Mariano Rajoy.
Otros antecedentes se suman a la discusión. El brasileño Fernando Collor de Mello renunció en 1992, en medio de un histórico juicio político del Congreso. Los legisladores habían comprobado que el primer presidente electo desde la restauración de la democracia brasileña había montado una red de corrupción. Aunque Collor de Mello señaló haber sido “víctima de un golpe de Estado”, no parece ser el caso: las instituciones no se quebraron y pudieron resolver la crisis de gobernabilidad.
Una década más tarde, fue el turno de la Argentina. Fernando de la Rúa también acusó a la oposición de haber orquestado un golpe en su contra en 2001. Pero el radical se vio obligado a renunciar tras una fenomenal crisis política y económica, con decenas de muertos en la calle tras la represión policial. Otra vez, fueron los mecanismos constitucionales los que encontraron la salida para el rompecabezas. Fue una pesadilla, pero no hubo golpe.
¿Hubo un intento de golpe contra Rafael Correa en 2010 cuando la policía acuartelada pareció jaquear a su gobierno? Los uniformados no respetaron la investidura presidencial y, por algunas horas, el poder de Correa pareció desvanecerse cuando no estaba claro si seguía al mando. Pero lo que faltó en Ecuador fue un actor que reclamara el poder. Hubo desestabilización, pero no hubo intento de golpe.
El antecedente de las revueltas producidas en la Primavera Arabe plantea otro interrogante. ¿El egipcio Hosni Mubarak, el libio Muamar Kadafi o el tunecino Ben Ali sufrieron un golpe? Fueron derrocados, no hay dudas. Pero sus gobiernos no habían surgido de elecciones democráticas: los que violan las instituciones no pueden sentirse violados.
Y qué se puede decir del fin del mandato de Fernando Lugo en 2012. ¿Se violó la Constitución a pesar de que es la propia Constitución la que ordena los procedimientos utilizados? ¿El presidente no fue juzgado por legisladores? Las respuestas son afirmativas pero a Lugo lo destituyeron sin posibilidad de defensa, en un proceso judicial que de derecho sólo guardó las formas: un golpe de Estado.
Y qué decir, finalmente, de la crisis ucraniana. Parecería ser que Vladimir Putin tiene razón: Víctor Yanukóvich sufrió un golpe porque fue obligado a renunciar y la oposición se adueñó del poder quebrando las instituciones. Eso no significa que Yanukóvich o Putin sean demócratas. Las denuncias de corrupción y represión a los opositores en Kiev y Moscú así lo demuestran.
No hay golpes buenos y golpes malos. El problema es que algunos no pueden (¿no quieren?) verlo.