Después de la devaluación que acompañó la salida del cepo, el valor del dólar se fue atrasando nuevamente. La flexibilidad del mercado de cambios por la cual se enaltecían distintos referentes del Gobierno (sin mencionar que un tipo de cambio más bajo y un mayor nivel de importaciones colaboraría en el objetivo desinflacionario) terminó incidiendo marcadamente en la competitividad del sector productivo. Pero la magnitud del atraso o la corrección “deseable” del tipo de cambio para recuperar niveles de competitividad más o menos adecuados (o de algún momento del pasado) puede ser bien distinta según el sector consultado: economías regionales vs. industriales vs. exportadores de commodities beneficiados por la baja de retenciones (que lograron mejorar el tipo de cambio real efectivo) vs. sector público.
La devaluación de mayo habilitó una mejora de la competitividad (+15%), pero no terminó de corregir el problema. Ni siquiera permitió alcanzar el nivel de tipo de cambio real multilateral (TCRM) logrado por la devaluación de diciembre 2015-febrero 2016. Para un marco de referencia, tengamos en cuenta lo siguiente:
1. Volver al nivel de competitividad del trimestre previo a la implementación del cepo cambiario, donde la percepción de atraso fue la que motivó el endurecimiento de las reglas, demandaría hoy un tipo de cambio a 28,40 pesos. Esto es, una devaluación adicional del 16% y del 37% respecto de los 20,69 pesos de fin de abril.
2. Recuperar la competitividad promedio del período 2007-2011 (cuando la economía no había entrado aún en el sendero de crecimiento serrucho) requeriría hoy un tipo de cambio a 33,20 pesos, un 35% por encima del nivel actual (60% acumulada desde el cierre de abril).
Y vale aclarar que mantener esta paridad real exigiría que, en adelante, el valor del dólar se ajustara en función de la inflación relativa entre Argentina y sus principales socios comerciales.
Pero además del tipo de cambio existen otros factores estructurales que son un lastre para el dinamismo productivo: de logística, de incentivos, de productividad e impositivos. Este último es un reclamo persistente del sector empresarial y es el que en un principio motivó la decisión oficial de comenzar a reducir impuestos. Es que si al TCRM se le adiciona el efecto de una carga tributaria, que ha sido creciente casi de manera permanente entre 2002 y 2015, la competitividad de diciembre de 2001 (vale decir, muy deficiente) se habría perforado siete años atrás (en 2011) y hoy estaríamos 4% abajo.
Solo aquellos sectores que se benefician de los términos de intercambio (por ejemplo, el agro) tienen un nivel de competitividad superior al de la salida de la convertibilidad después del pago de impuestos. Tomando como base esta medida de competitividad, retomar a los niveles precepo demandaría un tipo de cambio nominal de $ 29 y volver a la situación promedio 2007-2011 uno de $ 36. El atraso actual (post ajuste de mayo) sería de 20% y 44% en cada caso.
Como corolario de esto surge que un Estado más grande o más ineficiente, que requiere cobrar cada vez más impuestos para atender sus funciones, obliga a contar con un tipo de cambio más alto para compensar la pérdida de competitividad asociada a esta mayor carga tributaria.
Es importante señalar que para los que considerábamos que el tipo de cambio estaba atrasado y era uno de los factores que definitivamente incidió en el crecimiento del desequilibrio externo (y, en última instancia, en la turbulencia financiera), un tipo de cambio más alto de manera permanente tendrá beneficios sistémicos por la mayor robustez macroeconómica. Pero serán beneficios de mediano y largo plazo; en el corto plazo, una contracción económica es previsible a partir de la brecha inicial que se da entre los perdedores y ganadores de la devaluación.
Sectores con ingresos no vinculados al tipo de cambio y en la medida que no puedan ajustarlos de manera automática se verán resentidos y estarán dentro de los perdedores. Exportadores, tanto los grandes como los pequeños vinculados a economías regionales; productores que compiten directamente con importaciones; y el sector público cuyas cuentas están “largas en tipo de cambio” (con una incidencia positiva de la devaluación sobre el resultado primario compensada por la suba de la carga de intereses en dólares) estarían entre los ganadores.
Pero para que ocurran los beneficios de mediano plazo aún resta el mayor de los desafíos: lograr que esta ganancia de competitividad perdure en el tiempo y no sea erosionada en pocos meses por el traslado de la devaluación a los precios. Una depreciación cambiaria, para que sea efectiva en términos de ganancia de competitividad, debe significar que los precios de bienes y servicios que compiten con el exterior suban más que los costos internos (muchos de los cuales son salarios). Para lograrlo será necesario entablar un gran acuerdo nacional (no únicamente vinculado a lo fiscal) que frene o modere la carrera tipo de cambio/precios/salarios e implique un sacrificio de todos los sectores: trabajadores (asumiendo un ajuste real de sus ingresos), empresarios (resignando rentabilidad y asumiendo
riesgos), y Gobierno (reordenando el gasto de manera que quede algún margen para socorrer a los más perjudicados). La otra opción, mucho más dolorosa, sería la de una inevitable recesión económica que termine moderando el ajuste de los precios para permitir esta mejora de la competitividad.