No me encuentro a menudo extrañando el Hotel del Touring. Me encuentro, sí, pensando en aquella primera frase de la columna de Martín Kohan, en su gerundio, en la construcción que deja tácito al sujeto, en el hecho fortuito de que haya sido publicada en este mismo medio, en el recorte del artículo colgado en la pared del bar. Eso hago, pienso y me pregunto si quiso homenajear el inicio de algún libro. Tampoco. Solo se trata de un modo inspirado de decir.
Echo de menos, entonces, al Hotel Touring, a su bar, a las noches que dormimos en sus camitas de finos colchones, al contacto de esos días con autores que respetamos con sus divertidas charlas que nunca intentaron ser ominosas, a la fantasía hecha realidad de hablar de libros en el escenario de una feria y a la encantadora cercanía de los lectores.
Antes de salir de viaje, me preguntaron en qué hotel quería alojarme. “Hay uno más nuevo, muy lindo, y después está el Hotel Touring Club”. Eso dijeron. Un hotel que antes eran dos y fue unificado con materiales que se trajeron desde Europa en barco y que se acercaron a Trelew en tren, el lugar donde se alojaron Roca, Kohan y el autor de El principito: Antoine de Saint Exupéry.
Nostalgia, tal vez, o ánimos de adentrarme un rato en el pasado, elegí la segunda opción. ¿Cuántas cosas hacemos por lealtad a quienes así las hicieron antes? ¿Cuántas por cábala o admiración? Caminar aquellos pasillos extremadamente limpios tuvo algo de ingenuidad y de fascinación, la intención de imaginar los tragos que habrían tomado Fangio o Gálvez en una noche cualquiera sin competiciones a la vista, la emoción de saberse entre las paredes que también eligieron Olguín y Lojo, Frondizi, Palacios, Allende y Balbín.
¿Por qué alguien levanta un hotel sobre las cenizas de otro en 1918, un hotel al sur de la patria, lejos de las grandes ciudades de entonces y cerca del frío helado del Chubut? ¿Qué me atrae de la metáfora de un nuevo hotel que reúne a inmigrantes de toda Europa bajo un nombre inglés y es refugio de italianos y españoles, galeses, gauchos y portugueses?
Opaco y brillante a la vez, asoman en el Touring restos de un pasado próspero y pacífico que me devuelve cierta fe. Tierra de todos, la Argentina quiso ser grande, soñó un sur comunicado por ferrocarriles que, como fluida sangre por las venas –a lo Martínez Estrada–, unirían cada región a una Buenos Aires potencia: la cabeza de un Goliat gigante y aguerrido que David podría hacer caer con una sola piedra lanzada por su hondera. Un país decapitado sin sus vías, sin su tren.