La política siempre es fuente de incertidumbre para la economía. Pero en los últimos años esta condicionalidad se acentuó. Desde la proyección de escenarios macroeconómicos hasta la valuación de activos financieros requiere asumir ciertas premisas respecto del contexto político a mediano y largo plazos. Este ejercicio es tanto más necesario cuanto menor es el nivel de desarrollo de un país.
En las naciones avanzadas, el entramado institucional asegura cierta continuidad en las políticas públicas con elevado grado de independencia de las voluntades políticas de turno. Es así como se generan entornos de negocios previsibles que favorecen el despliegue inversor.
Por el contrario, cuando el desarrollo institucional es acotado aumenta el margen para la discrecionalidad y se multiplican los posibles escenarios futuros. Precisamente la incertidumbre es el peor obstáculo para el crecimiento porque paraliza la toma de decisiones.
El fallecimiento de Néstor Kirchner generó un foco de incertidumbre difícil de disipar en el corto plazo. No sólo por su peso específico en el ámbito político sino también por su conocida influencia sobre los temas económicos más sensibles.
En este marco no faltan especulaciones. Por caso, los inversores financieros han comenzado a descontar nuevos lineamientos más “amigables” con el mercado, a juzgar por el reciente rally en los activos locales.
Esta mirada implica un claro cambio de rumbo, teniendo en cuenta que en los últimos años la política económica estuvo totalmente relegada al financiamiento de las necesidades de gasto a costo de seguir acumulando problemas.
Aunque un golpe de timón luce poco probable, lo cierto es que sólo el tiempo dirá cual es el curso de acción que decide tomar el Gobierno nacional. Hasta entonces, se vuelve cada vez más relevante analizar la herencia y el margen de maniobra que enfrenta no sólo la administración actual sino también la próxima.
El abanico de condicionantes es muy variado: va desde cuestiones muy palpables hasta otras más ocultas pero no por ello menos relevantes.
Entre los primeros, se destaca la inflación que se ha enquistado y genera una peligrosa escalada de la nominalidad de la economía en su conjunto.
Lógicamente, la anemia inversora es un serio limitante que alimenta el problema inflacionario, pero no el único. El horizonte de previsibilidad se ha acortado sensiblemente desde 2006 por lo que cada vez son menos los sectores dispuestos a hundir capital.
En este marco, la Argentina sufre una profunda y extendida descapitalización que constituye un lastre para el crecimiento.
La infraestructura básica y los servicios públicos son sectores con claro déficit de inversión, pero no son los únicos. La carne, los lácteos y, en menor medida, los cereales dejaron de ser recursos abundantes. Es cierto que revertir este contexto requiere plazos mucho más reducidos que en infraestructura, pero sin dudas implica asumir costos.
No menos preocupante es la pérdida de calidad institucional que se manifiesta en cuestiones tan diversas como la confiabilidad de las estadísticas públicas o la convivencia armoniosa de lo poderes del Estado.
No es casual que la Argentina se ubique en ese rubro en el puesto 132 sobre 139 países del ranking del Word Economic Forum. Claramente, este es otro activo que se deberá reconstruir.
También resulta difícil explicar por qué después de tantos años de crecimiento elevado no se ha podido mejorar la calidad de los bienes públicos.
Como en otros órdenes, cuando el Estado no satisface los requerimientos de la sociedad llega el sector privado para suplir las falencias. Es así como avanzan las empresas sobre ámbitos tradicionalmente dominados por el sector público como la educación, la salud y la seguridad.
El deterioro de las capacidades del Estado no ha sido por falta de recursos. El gasto público primario ha crecido 10 puntos porcentuales del PBI con respecto del promedio de los noventa. En otros términos, se gasta US$ 2 mil per cápita frente a los US$ 1.000 de la convertibilidad.
Revertir esta herencia será sin dudas un desafío de envergadura que requerirá no sólo de la voluntad política de cambio sino también de un marco económico adecuado para soportar las tensiones del proceso.
Aunque todavía es incierto el escenario político, son cada vez más nítidos los principales drivers del entorno macroeconómico.
La Argentina se encuentra inserta en una de las regiones que más interés está generando entre los inversores internacionales. Muchas empresas incluso comienzan a plantear que ésta será la década de la región. Si bien la Argentina ha perdido capacidad de seducción, nada impide que con una conducción más razonable se pueda acoplar al grupo de las economías más atractivas según la mirada de los inversores.
La avidez de China y la India por materias primas también garantiza favorables términos de intercambio para la región en general y para la Argentina en particular. A su vez, el crecimiento anémico de las economías desarrolladas augura tasas de interés bajas.
El entorno favorable se termina de configurar con el colchón de competitividad que todavía se mantiene con Brasil. La moneda del principal socio comercial del Mercosur es una de las más caras del mundo, lo que favorece a la industria nacional que exporta.
El frente interno también aporta su cuota. La situación de la deuda pública luce manejable y, en consecuencia, hoy parecen lejanos los típicos problemas de financiamiento que han sido epicentro de diversas crisis. De hecho, en otro clima de negocios, se podría conseguir fácilmente crédito externo tanto para el sector privado como para el propio Estado.
También se podría recurrir a un ajuste del tipo de cambio para generar más oxígeno en los sectores transables y licuar gasto público. Este es un camino mucho más complejo porque implica asumir –en el corto plazo– los costos de una contracción de la demanda agregada y generar la contención necesaria para que la inflación no se dispare.
En el balance final, las condiciones de contexto internacional siguen siendo muy favorables para retomar el camino abandonado hace varios años. Habrá costos por asumir pero no se visualiza en el horizonte ninguna bomba económica activada. Se han perdido tiempo y recursos valiosos pero el margen de maniobra es lo suficientemente holgado como para mantener el optimismo respecto del potencial de crecimiento de mediano y largo plazo de la Argentina.