Hablando en criollo, quizás no exista período más fructífero para un escritor que aquel en que descubre los libros que construyen su zona. Momentos de lectura que marcan el campo donde su obra se extenderá a lo largo de su vida, lo sepa él o no. Por supuesto, esa zona está hecha tanto de lo que desea como de lo que ignora (y tal vez la ignorancia sea el punto de deseo más poderoso, porque extiende como la garra suave de un sueño la figura del anhelo futuro). Los libros leídos, esos que causan la impresión más poderosa, pueden, con el tiempo, disipar en el recuerdo el efecto consciente de su influjo, y allí es como mejor operan.
Escribir, en el fondo, es escribir la obra de otro, solo que éste otro está hecho de incontables fragmentos de autores distintos, de frases o palabras que impactaron en el momento justo, de imágenes o escenas o situaciones que se van deslizando de tal modo que apenas resultan narrables. La literatura es un solo libro múltiple extendido como un tapiz brillante, solar.
Me acuerdo como si fuera ayer de una entrevista que en la revista-libro Lecturas Críticas le hicieron a Osvaldo Lamborghini hace ya, ¿cuarenta años? Lamborghini decía dos cosas que me llamaron mucho la atención: “Hay que sacar al artista del lugar de boludo en que se lo ha puesto”, formulación que para mí resultaba misteriosa, porque no imaginaba a un actor colectivo dirigido a manipular el imaginario social para pensar en los artistas de un modo determinado (y entendí mucho después lo que Lamborghini quería decir), y otra frase, también singular, y que no puedo citar textualmente: “Cuando Rimbaud dice que se va para allá (Africa), nosotros tenemos que leer que se viene para acá”. Es decir, cuando un europeo dice que del centro del mundo se va a un extremo, nosotros (los argentinos) no deberíamos ubicarnos imaginariamente en Francia, identificarnos con el autor y pensar en un viaje exótico, sino pensar que él viene hacia nosotros, tan exóticos también por distantes.