“Los argentinos vivimos en la haragana seguridad de ser un gran país (...) Los orientales no. De ahí su heroica voluntad de diferenciarse, su tesón de ser ellos. (...) El sol, por las mañanas, suele pasar por San Felipe de Montevideo antes que por aquí”. Jorge Luis Borges (1899-1986), de su prólogo para una Antología de Poesía Uruguaya (1927)
Uno que quiere y no puede; el otro, que ni se le ocurre. Regamos la cancha y se caen los nuestros. Messi ya mira el piso. Uf. Gol salvador, diluvio y caos. La peor selección de Sudamérica aguantó lo que pudo frente el equipo de superestrellas más empobrecido del mundo, lo vacunó al final pero no contó con el siempre milagroso Palermo que entró, tocó una sola y fue gol. Este equipo nacional es como el viejo Sandrini, a veces nos hace reír y a veces, llorar. Dan pena. Pero así son las cosas con Maradona, su armada Brancaleone y los niños ricos que tienen tristeza.
Ok, basta: lo de Perú ya fue. Ahora hay que ganar el último o fuimos. Será a cara de perro y contra Uruguay, uno de los pocos países que podrían competir con la Argentina en eso de proponer la virtud individual y el desastre colectivo. Es increíble cómo esta gente, con semejante historia futbolera y una cantera inagotable, se ha quedado afuera en tres de los últimos cuatro mundiales y vive eternamente de prestado. “Aunque todo lo demás falle, siempre podemos asegurarnos la inmortalidad cometiendo algún error espectacular”, escribió alguna vez John Galbraith sin saber que también hablaba, aún de manera involuntaria, de la vieja y querida melancolía rioplatense.
Después de su heroico triunfo en la altura de Quito, el equipo uruguayo nos esperará envuelto en el furor. Tienen chance y la pelearán en el mejor escenario imaginable: en su casa, con el mito de la sangre charrúa como reivindicación histórica y contra los vecinos pedantes, ésos que suelen ningunearlos con indignante amabilidad y los tratan como a exóticos provincianos. Bajarnos el copete de un sopapo será una manzana deliciosa que morderán con furia, aunque en el aire flote la sentencia de la ley más popular en ambas orillas: la de Murphy. “Si algo puede salir mal, va a salir mal”. Veremos a quién le toca.
Es cierto: Uruguay no tiene a tanto póster y sus nombres ya no deslumbran como antes. Pero tienen dos delanteros dúctiles, potentes y con gol que mucho les envidia Argentina: Darío Forlán y Luis Suárez, el chico de 21 años que deslumbra en el Ajax. Y aunque el resto apenas supere la media, anímicamente rozarán el cielo si logran consustanciarse con un plan sencillo e ideal: pelear cada pelota como la última, ir para adelante, ganar; zafar del papelón.
¿Y Argentina, qué tiene? Bueno, empecemos por lo que no tiene. No tiene equipo, no tiene técnico, no tiene una idea, no tiene paz. Depende de la inspiración de algunos buenos jugadores y de dos talentos que sobresalen por encima de todos: Messi y Verón. Cualquier equipo sería candidato a ganar con ese par de su lado. Ellos son, lo confieso, mi primera esperanza para un final feliz. La segunda es el miedo escénico, ustedes saben: la presión del público local, esas cosas. La tercera razón es mística, rubia y juega en Boca y la cuarta, el extraño “efecto video”.
Me refiero al video que el Maestro Tabárez les mostró a los suyos con la elogiable intención de estimular su fibra íntima. Mmm... habrá funcionado en Ecuador pero me obligo a dudar de su eficacia a largo plazo. Lo descubrió el arquero suplente Juan Castillo, en Youtube: se trata de una breve charla escolar dada por Nick Vujicic, un joven australiano nacido sin brazos ni piernas. Se lo ve subido a una mesa, tocando una máquina de ritmos y contando chistes hasta que de pronto... se deja caer. “¿Me ven? –dice–, ¡estoy boca abajo y no tengo brazos ni piernas! Debería ser imposible levantarme. Pero no. ¡Si fracaso lo intentaré otra vez! ¡Y otra!”. Al final, claro, se incorpora. Aplausos, llantos, abrazos, reflexiones sobre la firmeza de carácter ante la adversidad. The end. Y bueh... Todo bien con el chico australiano, pero si yo fuese jugador de la selección uruguaya, ¡juro que le hago juicio al técnico!
La culpa de todo, quizá, la tenga el bueno de Pep Guardiola, que inició esta desdichada seguidilla en la final de la Champions. Como le fue bien, la idea germinó como un yuyo. Simeone había elegido la arenga de Al Pacino en Un domingo cualquiera, Caruso armó el suyo con guerreros medievales y Maradona, un melodrama familiar. Eso sí, nada ha superado hasta ahora el estilo de otro técnico oriental, Juan Ramón Carrasco, a quién se lo ve en una rondita en pleno Centenario desarrollando frente a los jugadores una sofisticada teoría sexual sobre las vacas, el cuero de la pelota, los botines, la seducción masculina y el deseo de ganar.
¿Gana Argentina, entonces? Yo estoy seguro que sí. Es más: incluso si perdemos será victoria, compatriotas. Porque como decía Conan Doyle desde la frialdad británica de su Sherlock Holmes: “una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad”.