Astiz, Acosta, represores de la Escuela de Mecánica. |
Kichner no nació de un repollo. Es ciento por ciento argentino. Mal que nos pese, tampoco los militares de la última dictadura salieron de un repollo. Y bien mirado, hay similitudes entre ellos. Por ejemplo, que las cosas parezcan diferentes de lo que son. Los dictadores argentinos no fueron como Franco, que a sus víctimas las fusilaba y asumía la responsabilidad de sus atrocidades. Los de aquí no sólo eran malvados sino que además tampoco eran serios: aspiraban a que no se supiera, más precisamente a que no se pudiera probar, como si se pudieran hacer desaparecer decenas de miles de personas sin dejar rastros. O que si se pudiera probar, que no tuviera consecuencias penales sobre ellos. El clásico tapar el sol con la mano y hacer de cuenta que se puede mientras se pueda como –en otra escala– se hace hoy con los números del INDEC sobre inflación, la inauguración de la misma obra varias veces, los créditos para que inquilinos se transformen en propietarios, los anuncios de inversión ya realizados o hacer bajar el cuadro de Videla del Colegio Militar sin poner el mismo esmero para que esas promesas se concreten o los juicios a los represores se realicen.
Un poco de historia. Algunos años antes de que Néstor Kirchner asumiera como presidente, en varios juzgados del país se fueron reabriendo causas contra los represores. Néstor Kirchner promovió la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final en 2003, pero ya dos años antes, en 2001, el juez Gabriel Cavallo había dictado la nulidad de esas mismas leyes y detuvo a Julio Héctor Simón (“el Turco Julián”) y Juan Antonio del Cerro (“Colores”) por las desapariciones de José Poblete y Gertrudis Hlaczik. “Kirchner se subió a una ola que ya era imparable”, dice Ricardo Gil Lavedra, juez de la Cámara Federal que juzgó a los ex comandantes de la dictadura y autor del proyecto de reforma penal para agilizar los juicios que desde hace años espera ser tratado en el Congreso.
Pocos meses después, la Corte Suprema ya había asumido el criterio internacional de que los crímenes de lesa humanidad no prescriben al condenar a Enrique Arancibia Clavel por el asesinato en Argentina del general Carlos Prats, ex comandante en Jefe del Ejército del Chile de Salvador Allende. Si era de lesa humanidad e imprescriptible para el asesinato en la Argentina de un extranjero, también lo sería para el asesinato de argentinos.
Néstor Kirchner se sumó a ese clima de época que lo precedía y excedía pero se quedó en el impulso político de los gestos y la declamación, porque los 800 nuevos juicios que se pudieron reabrir precisaban algún cauce especial que nunca se formalizó.
Gil Lavedra propuso no volver a juzgar a aquellos que ya están con grandes condenas porque “nadie puede cumplir dos prisiones perpetuas” y concentrarse en organizar cuatro o cinco megajuicios en los que se acumulen centenas de causas; por ejemplo un gran juicio por centro de detención: “Pocos juicios para muchos hechos y acusados”.
Aun suponiendo que el kirchnerismo tuviera razón al decir que la Cámara de Casación y otros juzgados demoraran deliberadamente los juicios porque –como sostiene Carlos Kunkel– “algunos sectores del Poder Judicial están relacionados con la más rancia derecha liberal comprometida con el proceso (militar)”, más aún cabe preguntarse por qué, por eso mismo, no pusieron énfasis en legislar un marco procesal que permitiera que los juicios se consumaran. Si a 25 años del fin de la dictadura todavía hay en la Justicia filoprocesistas enquistados, cuántos más habría cuando recién comenzó la democracia y sin embargo Alfonsín logró juzgar y condenar a los ex comandantes de la dictadura. Así como los radicales no comprenden tan bien como los peronistas el fenómeno económico y estos últimos se llevan mejor con los sindicalistas y algunos empresarios; los peronistas no comprenden el fenómeno judicial como sí lo hacen los radicales. Pasaron ya dos años legislativos sin que se tratara el proyecto presentado por el bloque de senadores radicales, y elaborado por el citado Gil Lavedra junto al también ex camarista del juicio a los comandantes, Andrés D’Alessio. “Desestimaron y ningunearon el proyecto porque fue presentado por la oposición”, dicen con razón los radicales.
¿Importaba que los represores fueran juzgados o más importaba quién se llevaba el crédito público de parecer su artífice? Quizás la respuesta se pueda intuir en las declaraciones de la diputada oficialista Diana Conti, quien salió al cruce para marcar que Gil Lavedra fue ministro de Justicia de la Alianza cuando “no sólo no había juicios sino que se denegaron las extradiciones pedidas por España para que al menos los hubiera en ese país”.
En la hipótesis de que fuera injusto acusar a Néstor Kirchner de estar más preocupado por salir en la foto cuando ordena bajar el cuadro de Videla o en el atril ladrándoles a jueces de la Cámara de Casación prediluvianos –como al, este año, jubilado Alfredo Bisordi–, que de promover que los juicios a los represores realmente se consumen, aún así, mínimamente emerge la cuestión de fondo: un Gobierno que le presta más atención al discurso que a los hechos y que no sabe cómo gestionar. Por ejemplo en lo que respecta a su política de derechos humanos, no sólo no logró que la gran mayoría de los juicios se realizacen sino que en aquel que sí pudo terminar, el de Miguel Etchecolatz, desapareció su principal testigo, Jorge Julio López; y al ex prefecto Héctor Febres, ex represor pero importante testigo en la causa de la Escuela de Mecánica de la Armada, lo asesinaron estando detenido.
La misma falta de eficacia se percibe en las áreas económicas: los anuncios de obras no se concluyen dentro de los plazos previstos y a veces nunca se concluyeron, mostrando una incapacidad de gestionar. La desconfianza que generan todos los anuncios económicos del Gobierno en parte es causada por esta falta de eficiencia en la acción. Si se pudiera sintetizar este gobierno en un punto, se podría decir que tiene una enorme potencia comunicacional junto a una enorme impotencia ejecutiva. Como si fuera un cerebro en una cubeta, o una cabeza sin extremidades.
Este abismo entre discurso y acciones no es sólo el resultado de demagogia o marketing político, también es la consecuencia de un estilo de gestión adecuado para organizaciones pequeñas, como la provincia de Santa Cruz, donde el líder puede concentrar todas las decisiones en él o una mesa chica, pero impracticable en organizaciones del tamaño de la Argentina en su conjunto, donde es imposible funcionar con excelencia sin el aporte de especialistas, delegación no sólo de la ejecución sino también de la decisión, sumada a reuniones interdisciplinarias donde se consensúen y coordinen las decisiones.
Los Kirchner no saben trabajar en equipo. De otra forma no se podría entender cómo un punto tan central de su posicionamiento frente a la sociedad como es la política de derechos humanos no tiene el nivel de elaboración, seguimiento y cuidado que merecen los temas estratégicos.
Si un gobierno cree que puede prescindir de un ministro de Economía, no debería sorprender que haya creído que podía prescindir de un ministro de Justicia o de un Congreso. Es una lástima que su causa más noble, el juicio a los represores, también se vea afectada por su inoperancia.