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crecientes

Reino de ahogados

Para contar esta historia necesitaría un poco de Faulkner, el Faulkner de Las palmeras salvajes cuando habla del Mississippi, otro poco de Saer y su El río sin orillas, y otro poco de Francisco Madariaga, de su agua natal, su encantamiento y su capacidad de escribir “con la delicadeza de este reino de ahogados”.

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Para contar esta historia necesitaría un poco de Faulkner, el Faulkner de Las palmeras salvajes cuando habla del Mississippi, otro poco de Saer y su El río sin orillas, y otro poco de Francisco Madariaga, de su agua natal, su encantamiento y su capacidad de escribir “con la delicadeza de este reino de ahogados”. Se viene la creciente del Paraná, un enorme territorio va a quedar bajo más de cinco metros de agua. Los noticieros muestran las barcazas cargadas con hacienda que parten hacia los campos más altos, los isleños cargando sus cosas en camiones. Se siente el miedo al agua. Hay gente que vive toda su vida junto al agua y no sabe nadar. De hecho, la mayoría de la gente no sabe nadar, simplemente porque nadie le enseñó, porque ningún familiar sabe hacerlo. Entonces si un isleño está solo y se cae del bote o del muelle se ahoga. Una vez un pescador en Ibicuy me dijo: Yo soy como los pescados pal agua. ¿Sabe nadar bien?, le pregunté. No, si no me sacan, no salgo, dijo. Cerca de Gualeguay conocí a un albañil que había trabajado de bañero en Mar del Plata. Se llamaba Aldo (me callo su apellido); sé que cada tanto migraba porque se ponía malo con el vino y se volvía conocido en las comisarías. Pero Aldo enseñaba natación. En una época iba por las costas más pobres del Paraná enseñando a nadar. En verano, cuando se juntaba gente en la playa o en los barrancos, él se metía río adentro, bien lejos. En general eran domingos, fiestas patrias o lo que llaman por ahí La fiesta del pescador, donde la gente se refresca con el agua por las rodillas y los chicos juegan en lo bajito, cerca de los padres. Aldo entraba a nadar hasta la mitad del río y volvía. Después ponía un cartel ofreciendo dar clases para chicos. A veces le pagaban con plata, a veces con gallinas o pescado o una pata de cordero. Me contó que una vez lo vio el patrón de un campo y lo contrató un mes para que les enseñara a nadar a los peones y a los hijos varones. Una especie de alfabetización acuática obligatoria. No sé qué habrá sido de su vida ni de sus cuentos llenos de ahogados y crecientes.